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La Playa del Ruso: Paraíso Costero




Cercana al pueblo pesquero de la Rábita se encuentra uno de los monumentos naturales más espectaculares de la Contraviesa, es la llamada Cala o Playa del Ruso. Para acceder a la misma podemos hacerlo de varias formas, una de ellas es en piragua dirigiéndonos desde la playa de la Rábita hacia poniente, bordeando la Punta de su mismo nombre a través de arrecifes pétreos que nos adentran en pequeñas cuevas azotadas por el rugir del mar. 
Vista desde el sendero

En las alturas las gaviotas nos hacen deleitarnos con los acantilados verticales que ascienden a más de un centenar de metros. En poco más de diez minutos desembarcamos en la famosa playa nudista, que en épocas invernales se transforma en una paradisiaca bahía sólo hoyada por multitud de aves marinas como gaviotas sombrías, patiamarillas y de adouín, aviones roqueros y palomas bravías que pasan la noche sobre la protección de los tenebrosos cortados.
Otra manera de irrumpir en dicha cala es por la carretera antigua que sale también de la Rábita y en un fuerte ascenso sobrepasa los acantilados, para llegar en aproximadamente un kilómetro a la senda que nos guiará hacia la misma.
En el inicio, un estrecho camino de tierra nos adentra hacia la montaña, en un continuo zigzagueo entre espartos y pitas nos asoma en cada una de sus curvas externas a las tremendas paredes verticales que desembocan en el mar. Es un día de invierno sobre las cuatro de la tarde, los aviones roqueros no paran de planear a mi altura, cerca tienen sus posaderos y dormideros que utilizarán para pasar las no muy frías noches de esta Costa Tropical. Seguimos descendiendo siempre con la imagen de fondo de la cala, un grupo de gaviotas están posadas sobre la orilla, en un fuerte revoloteo observo las palomas como esquivan a no sé qué en el aire. Esto me extraña y con una vista de prismáticos descubro la imagen de un halcón peregrino que otea a gran altura encima de los acantilados, en pocos segundos desaparece, seguro que mi presencia le ha hecho desistir en sus posibles presas.

Manantial del Ruso


Sigo el descenso, de repente el sendero se introduce en un espacio resbaladizo de piedra, con cuidado observo que multitud de gotas de agua caen resudando de toda la montaña, pequeñas estalagmitas y estalactitas formadas en miles de años adquieren un color anaranjado, como oxidado, posiblemente por el componente férreo del líquido elemento. La imagen es maravillosa, entre margaritas marinas y helechos enanos, aquí llamados culantrillos, encuentro el famoso manantial de aparente agua pura y cristalina. Es un pequeño pilar en el que el continuo goteo de la diminuta cueva lo rebosa, formando diversas colonias de musgos que rodean la fuentecilla, generando un microclima húmedo difícil de encontrar por estas latitudes costeras.
Este manantial es el más meridional de nuestra Sierra, y posiblemente uno de los más cercanos a África del continente europeo. En él se han abastecido de agua muchas generaciones, aunque actualmente sea dudosa su salubridad, ya que en el valle que está justo encima de la cueva existen varios invernaderos que podrían estar vertiendo residuos que podrían estar llegando a dicho manantial.
Cabo de Levante


Ya cerca de la playa atravieso un pequeño túnel natural de cañaveras que me hace encender la linterna, ya que en unos pocos metros se oscurece todo de repente para instantáneamente volver a aparecer la luminosidad del atardecer.  Los grandes  chinos costeros masajean los pies al entrar en su terreno, multitud de huellas sobre la fina arena mojada me lleva hacia una gran cantidad de plumas de aves marinas amontonadas por los remolinos de viento en un rincón de la playa. Un grupo de cormoranes salta hacia el mar y sin tiempo para observarlos se introducen buceando para emerger a unos cincuenta metros en la lejanía.
La playa de esta pequeña bahía no tiene más de trescientos metros de longitud, pero en cada uno de sus extremos, tanto el de poniente como el de levante, las olas rompen contra la roca horadándola, dándole unas formas abstractas y profundizando en el sustrato más reblandecido por la continua erosión.
En el cabo de levante se encuentra una ruina de construcción que da fe de la leyenda real que a su vez da el nombre a esta cala. Está en alto, a unos dos metros del nivel del mar, en una pequeña covacha de unos cuatro metros cuadrados, hecha de un muro de piedra erosionada por el mar, pero levantado este muro sólo unos cuarenta centímetros. Es la morada del famoso Ruso que vivió en este paradisiaco lugar durante varios años, trabajando en la próxima Rábita y volviendo a pernoctar a su idílica playa.
Cabo de Poniente


En el cabo opuesto del oeste una serie continua de acantilados oscuros forman un conjunto de grutas de diferentes tamaños que se adentran en el mar creando imágenes inigualables. En una de ellas vuelve a surgir el agua cayendo de unos cincuenta metros de altura hasta la misma arena marina. Una multitud de gotas refrescan el ambiente, que en época estival debe ser el lugar más demandado por los privilegiados bañistas.
Espero sentado en los chinos hasta que el Sol empieza a ponerse, la imagen de alguna barca de pesca y los alcatraces soltando sus arpones contra el agua me dejan unas instantáneas en la retina que ojalá pueda volver a disfrutar en épocas venideras.
Gruta al Mediterráneo














En época estival una de las mejores vistas de los acantilados y cuevas que flanquean la cala se pueden observar mediante una apacible ruta en kayak a través de la cercana playa de la Rábita. Las rocosas paredes se transforman en una abundante variedad de seres vivos, desde anémonas, actinias, pulpos, mejillones... hasta el codiciado percebe. Tanto la entrada por los acantilados de levante como la salida por los mismos de poniente están plagados de pequeñas grutas que con suerte y un mar en calma podemos entrar y sentir el golpeo de las olas sobre el roqueo y el posterior sifón que forma la sima al volver la ola hacia su retorno.
A continuación voy a plasmar con imágenes lo que he intentado transmitir con las anteriores palabras:

Primeros acantilados de levante


Islote
Primera gruta
La marina turquesa
Gruta principal
Biodiversidad marina
Pequeña cala
Pescando
Dentro de la cueva
Atravesando la estrechura
Otra sorprendente cueva
Acantilados de poniente
Última cala de poniente

Panorámica de la población cercana de la Rábita

"Parece que fue ayer"

Después de cuarenta años de experiencia en el campo de la Educación Física, quisiera recordar aquellos momentos que me hicieron feliz con mis alumnos, porque sí, eran mis alumnos.
Escuela Rural de la Dehesa de los Montes. 1991.


Llegaba joven, me habían dicho que era un pueblecito de Loja, que hacía frío en invierno, que allí no residían los profes, todos se desplazaban día tras día hacia Granada o sitios similares civilizados. Al entrar a conocer mi primer claustro el director de la agrupación rural me organiza en un periquete el horario, era algo especial, debía estar cuatro días en Cuesta de la Palma y uno en Dehesa de los Montes. El número de alumnos del centro principal era de 15, mientras que la pequeña escuela "de cortijo" tenía un total de 6 niños.

Los alumnos de la Dehesa.1991
Pronto empecé a ver las necesidades de unos centros perdidos en el bosque mediterráneo, mi ímpetu para poner en práctica el área de educación física me llevó a ver la realidad del lugar donde me encontraba, era algo decepcionante, los recursos eran escasísimos, no tenía instalaciones deportivas, muchas de mis clases estuvieron rodeadas de encinas, arroyos, lavandas y tomillos. Recuerdo en uno de mis desplazamientos en bici a la Dehesa como una gran culebra bastarda me hizo salirme del camino, yo no sabía qué especie era, y prefería apartarme yo antes de que el ofidio se sintiera amenazado.

Este fue el primer curso, yo sí residí allí, allí encontré amigos para toda la vida, allí empezó mi amor por la naturaleza... allí cociné mis primeros pucheros.

Pasaron los años y todo fue evolucionando, cada vez más los recursos eran más que suficientes, unas instalaciones más que aceptables, aunque los que siempre siguieron siendo los mismos fueron los niños, mis queridos niños.

Instalaciones en el 2011
Ahora, en este maravilloso colegio, todo ha cambiado, perdón, a lo mejor no. Esa dehesa de encinas se ha convertido en un espectacular campo de fútbol de césped artificial, ese patio interior es ahora un pabellón deportivo con capacidad para dos mil personas, los juegos de agua en el arroyo son una piscina climatizada que pronto estrenaremos. Y digo yo, ¿me hacía falta esta cantidad y calidad de recursos para impartir mis clases? Creo que no, cualquier alumno de entonces sería en esta época un virtuoso de la agilidad, un niño más que saludable... un alumno cuyo principal componente habría sido el respeto hacia sus iguales, sus profesores y sus padres. En la actualidad a los docentes nos cuesta llegar a esta prioridad, y yo soy el mismo, con los mismos valores, con la misma disciplina, con el mismo cariño.

No quisiera que se entendiera este artículo como una crítica hacia unos recursos inmejorables en un área necesitada de ellos durante muchos años, no. Los niños, que siguen siendo los mismos, deben coger la senda marcada por sus padres y profesores, volver a seguir el sendero correcto, y para eso debemos preocuparnos en casa para que eso ocurra, deben los padres esforzarse para que vuelvan a entrar en dicho sendero, que ya nosotros nos encargaremos de profundizar en esos valores que seguro volverán a resurgir de sus cenizas.
Instalaciones en el 2011

"Por una educación basada en el respeto, los valores de toda la vida y una adecuada salud".

La Guarida de la Bestia

 

Ese año el invierno había entrado húmedo pero sin el helor esperado. La mañana había sido moderada, placentera para la andanza que me proponía realizar una vez que tomara ese robusto refrigerio tan necesario para aguantar el peso de mi vieja mochila cuyas telarañas me hacían recordar tiempos mejores por los montes de España.

El bosque

Me hallaba en uno de esos ya pocos lugares vírgenes de las sierras íberas, en los que una vez penetrados en sus marañas nos convertíamos en un espíritu más de la Madre Naturaleza: era uno de esos ocultos rincones del valle del Frontil.

En algunos escritos de la época del medievo, describen a este entorno de fronteras como un lugar donde sólo habitan moros, osos, lobos y bandidos, algo que por otra parte era habitual, ya que la civilización musulmana llevaba varios siglos subsistiendo en la Península, y en estos predios donde los bosques abundaban, los únicos que podían sobrevivir en ellos eran los rudos lugareños de las alquerías, en constante lucha con los demás seres que poblaban la espesura.

Encinar

Con el paso de los lustros esas alquerías se fueron tornando en aldeas cristianas, parte de los bosques se transformaron en lugares de cultivo, o lo que es lo mismo: el hombre fue desequilibrando la balanza a su favor.

Hace varias primaveras, en una de esas interminables pláticas en la puerta del cortijo, uno de los nativos del lugar me decía que recordaba cuando su abuelo les contó que no haría ni un siglo atrás, se produjo el ocaso de la última pareja de lobos que vivían por estos contornos. Decían los pobladores de aquellas aldeas que esas alimañas, como ellos los llamaban, estaban matando a parte de su ganado; así que fue avisada la guardia civil y mediante una batida con perros y cacerolas dieron con ellos pasada Peña Montesa, en el entorno de un grandioso cortijo aislado que ahora se encuentra en ruinas. Los guardias los abatieron y desde entonces no se han vuelto a localizar en estas tierras; un desequilibrio más propiciado por nuestra especie, y que ahora lamentamos por el exceso de otros bichos como los jabalíes que levantan nuestras siembras y se comen nuestras plantaciones: ¿habrá que exterminarlos también?

La gruta

En el estío pasado decidí escudriñar zonas de este valle que no conocía; los bosques que lo rodeaban eran amplios y a veces inaccesibles para el melindroso Homo sapiens. Pensé que si quería profundizar en sus adentros, debía seguir las sendas marcadas por los habitantes del monte, y así lo hice. Fui penetrando entre matorrales y arboleda hollados por primera vez por mí; algún susto me llevé de esos habitantes, que sorprendidos por mi presencia me bufaron dándome a entender que ese era su territorio. Cuando ya pensaba en volver a la urbe, me sorprendió ver una oquedad en uno de los riscales que surgió de improviso entre los monumentales pinos. Me acerqué y descubrí algo que no había encontrado en mis múltiples salidas por El Frontil: una apasionante gruta; la cueva de la Calavera.

La boca del lobo

Recordé entonces que cuando llegué por primera vez a estas cortijadas, uno de los nativos me comentó que cuando él era niño jugaba en las cuevas que conocía del contorno. Yo le pregunté por el lugar donde se encontraban, pero no me lo supo decir; aunque sí me advirtió que en una de ellas habitaban varios panales colgantes de abejas; lo que me sedujo de tal manera que dije para mis adentros que algún día los encontraría.

Al fin una de esas cuevas la localicé; era pequeña, pero suficiente para albergar a varias personas tumbadas. El sitio era idílico, estaba rodeado de bosque Mediterráneo, tanto de matorral, como de arbustos y arboleda. Se trataba de una vallejada con muchas posibilidades de aventura: rincones escondidos, plantas por identificar, cortados rocosos, y no demasiado lejos de la civilización. Fue el instante en el que decidí, si mi cadera me lo permitía, volver en alguna ocasión a empezar un nuevo episodio montano por ese lugar; y ese momento llegó: ahora el lobo era yo, la bestia era yo.

Mi compañero

Realmente el invierno parecía agazapado; cuando comencé la subida no tardé mucho en deshacerme de la chaqueta, me quedé en mangas de camisa, el sudor afloraba desde la cabeza hasta los pies. El camino a seguir lo tenía grabado en la mente; la calva arboleda me avisaba de que el otoño hacía fecha que había desaparecido, y que aunque el helor no se manifestaba aún, en pocas horas la temperatura descendería bruscamente, y por ello la mochila tenía un rincón provisto de ropajes invernales que no dudaría en utilizar cuando esto ocurriera.

Una pareja de arrendajos cruzaba de una encina a otra con su característico garrular poniendo en sobre aviso al resto de los  pobladores de estos campos. De las espesuras nórdicas de Europa ya se habían asentado las avecillas invernantes para disfrutar de lo que para ellas era un clima cálido adecuado: picogordos, currucas, lúganos, verderones serreños, petirrojos, colirrojos, y algunas más, trapicheaban entre matorrales y demás vegetación en busca de la vitualla de la jornada. Eso me entretuvo, observando con los prismáticos la diversidad de pájaros que, intercalados con los que residían todo el año en este lugar, daban una imagen silvestre y melodiosa lejana a la diaria costumbrista de los pueblos y ciudades por donde me desenvolvía.

La cena

Salí del camino y me adentré en uno de los múltiples olivares que guarnecían los predios de Mágina; a continuación penetré en la selva, en el bosque autóctono del sur de España, en busca de una de esas sendas que con tanta certeza me llevaría hasta aquel lugar idílico para mí, y con el que ahora deseaba reencontrarme en mi fervor por la soledad.

Era el momento para sentirse igual a los otros seres; ellos poseían infinidad de recursos para sobrevivir en este medio, yo tengo también algunos, aunque no me desprendía en ningún momento del cuchillo que me aportaba seguridad. La andadura era pausada, debía esquivar los piornos y las aulagas que plagaban el salvaje sendero de punzantes espinos que atravesaban hasta la ruda vestimenta. Tras pasar por una de las atalayas rocosas sobresalientes, comencé la trepa peñascosa que me obligaba a tomar precaución por su verticalidad; allí encontré un walquie talkie semi enterrado que algún cazador debió perder en sus recorridos; estaba  maltrecho y envejecido por el sol, así que lo dejé sobre la rocalla y proseguí en mi caminar.

Mis hospederas

Pronto llegue hasta una zona conocida, era el matorral de esparto, espinos y romeros que una vez atravesado llegaría hasta los cortados rocosos que recordaba de mi anterior paso por allí. De forma recatada me fui acercando hasta dichos cortados, no se apreciaban, por lo que podía peligrar mi integridad si me los topaba sin esperarlo.

Al fin di con ellos, la visión me recordaba todo, sólo debía rodear las alturas de los leves acantilados y bajar por una tupida vaguada que me dejaría en la puerta de la cueva, o eso esperaba.

Prácticamente sin pérdida alguna logré encontrar mi objetivo; pasé como pude entre la maleza hasta encontrarme, previa a la entrada, una mata de carrasquilla con la que me enganché los cordones de las zapatillas; viendo que no era capaz de desenrollarlos, me deshice de la mochila y lo logré finalmente.

Arriba la calavera, abajo la cueva

Ya sin lastre alguno eché un vistazo a la portada de la oquedad; estaba igual, o mejor dicho peor. En mi retentiva la apariencia era bastante más accesible, así que extraje del macuto la linterna y pasé al interior. Me hallaba en la estación más incierta para penetrar en una cueva de ese calibre, y no lo decía por su tamaño, sino por los habitantes que pudieran encontrarse allí. Al igual que los pajarillos buscaban un lugar donde pasar los crudos inviernos del norte, otros bichos utilizaban sus estrategias para no perecer de frío por esos rincones: los reptiles y anfibios se escondían hibernando, al igual que algunos mamíferos que desaparecían con los helores invernales, manteniendo su metabolismo basal, y sólo surgiendo cuando tenían alguna necesidad fisiológica, para volver a su refugio hasta que la primavera diera sus primeros pasos.

Bártulos

Eso me rememoró aquellos tiempos pasados que relataba antes; esa covacha pudo albergar bestias como el oso o el lobo, lo que me habría supuesto un grave altercado si mi intención era pasar la noche en una de sus guaridas.

Con ese pensamiento escruté todos los recovecos; paredes, techos, hondonadas, escuetos agujeros sin fin, y sí, sí hallé a los pobladores de esa singular morada. Había dispersas huellas de ungulados, podrían ser de cabras montesas o de jabalíes, o de ambos, ya que el suelo estaba plagado de riscos del tamaño de un puño, y de tierra finísima, de polvo, del maldito polvo donde sus rastros quedaban marcados. Por suerte en ese momento no se encontraban allí, esos animales no hibernan, sólo duermen en lugares como ese protegiéndose de la intemperie y de los rigores del tiempo. Además encontré a los que esa noche serían mis vecinos, o mejor dicho, yo sería su inquilino, esperando que ellos fuesen excelentes anfitriones: eran salamanquesas, hibernando también, enormes arañas a la espera de la caza sobre sus telas, y posibles ratoncillos que dejaron sus marcas en alguno de los huecos calizos de la singular gruta.

La otra hospedera

Aquello tenía que adecentarlo, sobre ripios no podía dormir esa noche, así que antes de deshacer el macuto me puse a la faena. Fui recogiendo el sinfín de piedras y las recoloqué en los huecos por donde podía entrar el céfiro; eso significó que el polvo lo estuve removiendo durante más de una hora, lo que a la larga me supondría un pesar. Afuera, en la parte de lo que podríamos llamar el vestíbulo, que a su vez también estaba techado aunque con demasiada abertura al exterior, reconstruí el parapeto que daba a la vaguada, que también servía de protección ante una climatología adversa. Ya no me quedaba nada más que crear el lecho: una esponjosa colchoneta donde se aposentaría el saco de dormir, y a su alrededor cada uno de los utensilios que podría necesitar en la nocturnidad.

Todo parecía estar en su sitio. Era la primera vez que realizaba una experiencia de ese tipo: dormir en solitario en una cueva inmersa en un esplendoroso bosque. La soledad a veces es necesaria, por ello en multitud de ocasiones había gozado de la estancia en diversos entornos pasando noches meditativas teniendo por techo a la bóveda celeste, o en una tienda de campaña, o en un refugio pétreo construido por mí, o en una grieta en la montaña, o en la arena costera mediterránea; sin embargo en esta ocasión parecía que las sensaciones iban a ser muy distintas.

Lucernas del ultramundo

Me quedaba aún un par de horas hasta que llegara la anochecida, entonces cogí el bastón, la cámara de fotos y el cuchillo sobre la cintura para dar un garbeo por aquel asombroso paraje. No me retiré en demasía, quería comprobar si el contorno era lo suficientemente diverso para poder practicar en próximas ocasiones técnicas de supervivencia, o de fortalecimiento mental y físico. La vegetación era muy variada; desde los enormes pinos carrascos y reales, pasando por arces y algún quejigo, hasta las belloteras encinas que se entremezclaban con romeros, tomillos, santolinas, jaras y rosales silvestres. Decidí descender el vallecillo para ubicar el entorno, fue cuando me sorprendieron las numerosas cornicabras que emergían de cada paraje, las cuales en esa estación se encontraban desnudas de hojas pero con los últimos y colganderos frutillos rojos sobre las ramas. 


Observé las variadas plantillas rocosas de las paredes verticales que se prolongaban desde la misma cueva hasta la bajada del valle. Recordé en ese mismo lugar, cuando el verano anterior encontré el predio,  cómo me tropecé con unos jabatos que me contemplaban si saber qué era yo, mientras mi instinto campero quería sacar el móvil para tomar la imagen, lo cual no ocurrió porque al moverme parecieron huir. Lentamente me aproximé y cuando parecía tenerlos cerca, un enorme macho surgió del matorral y me soltó un descomunal bufido, siguiendo su marcha con los jóvenes jabalíes. Yo no podía perder la oportunidad de grabarlos, así que los seguí unos instantes cuando, de improviso se volvió la bestia y pareció que me iba a envestir, pero se limitó a rugir de nuevo, dejándome la sangre helada; me retiré muy lentamente y los rodeé para salir de allí. No olvidaré jamás el rostro del animal, quizás perdonándome la vida.

Insomnio

Todavía con la piel de gallina por aquella rememoración, volví a mi nueva morada; aún la claridad del día mantenía sus últimos impulsos, así que ya en el refugio me abrigué y cogí aposento sobre una de las toscas planas que había en la antesala. Dediqué ese rato a meditar, relajarme y escuchar, y como un miembro más de ese territorio, a intentar percibir el paso de cualquier bicho que surgiera de la oscura espesura.

Bien pertrechado dejé la mente en libertad; recordé algunos de otros instantes vividos, los que nunca se olvidan por su bondad o por su dureza, a seres queridos, a los que están y a los que nos protegen desde su peculiar atalaya. Algún que otro sonido poco inquietante escuché, posiblemente garduñas, ginetas o tejones por el crujir de la hojarasca, aunque no tardé en entender que ahora el temor en ese lugar lo generaba yo; ya no habitaban osos ni lobos, así que mi presencia hacía que el bosque se tornara silencioso, receloso; el resto de los animales debían guarecerse, retirarse de la ira de ese ser que estaba trajinando por allí.

A mi hora habitual preparé la cena: pan integral con calamares en salsa americana, regado todo con el vino de mi antigua bota montañera; de postre unos mantecados navideños y una copilla de licor de nueces elaborado meses atrás. No tardé mucho en engullirlo todo; terminé brindado por el Planeta, acababa de entrar el año 2022, y me adentré en la cueva acurrucando mi cuerpo en el interior del estrambótico camastro.

Paisaje interior

Tenía claro que me esperaban once horas metido en el saco; en invierno las noches son muy largas y aún más cuando simulamos la vida paleolítica sin ni siquiera poder encender un fuego. Pero yo iba preparado; las velillas encendidas, la linterna preparada y el gran maestro de la novela: don Miguel de Cervantes, y su obra Rinconete y Cortadillo. El sonido del silencio era manifiesto, la lectura entretenida: los dos pícaros muchachuelos llevaban mi mente a lo burlesco y comediante de épocas pasadas en nuestra singular tierra.

De vez en cuando me entraba sueño, soltaba el librillo y me recolocaba; pero nada de nada, no había forma de dormir. Encendía la linterna y daba un repaso a los rincones de la covacha; alguna salamanquesa estaba cambiada de lugar, las arañas parecían esperar su turno, pero tenía meridiano que esos arácnidos no me atacarían, el hecho de tener su telarañas las hacía inofensivas, ya que sólo cazarían a los bichos que cayeran en sus trampas, y yo no sería uno de ellos. Además, me encontraba como si me faltase el aire; yo lo empecé a achacar al maldito Virus, no respiraba bien, aunque al levantarme a la mañana siguiente descubriría el dañino entresijo. Volví de nuevo al libro hasta que lo finalicé; eran las dos de la madrugada y tenía que intentar adormecerme, y lo conseguí.

Rincones ocultos

Avanzada la noche, y cuando pienso que estaba en el momento álgido de mi sueño, noté que un brusco aleteo salí o entraba de la cueva; el aire que generó el volantón lo noté cercano a mi cara, así que me incorporé dando un berrido, encendiendo la lucerna para iniciar la lucha si era necesaria. Sin embargo, no descubrí nada extraño, todo estaba igual; pudo haber sido algún murciélago, pero en esta época están hibernando, y allí no había ninguno; pudo ser una rapaz nocturna, búho o lechuza, pero precisamente ellas no producen sonido con sus alas… Volví a deliberar: el bicho que hubiese sido cometió un grave error, sus instintos le habían fallado, se había metido en la boca del lobo, nunca mejor dicho; el mayor predador era yo, y el resto de animales esa noche habían guardado cuarentena.

De madrugada, antes del amanecer, salí de la oquedad para desaguar la vejiga; empecé a descubrir que ese supuesto virus había desaparecido, me hallaba en perfecto estado. La noche y el entorno seguían en calma; volví al catre aliviado, y fue cuando los sueños desencadenaron en mi cansado cuerpo el apaciguamiento que necesitaba.

Sigue la noche

Desperté cuando la luz entraba por la portichuela pétrea; el trinar de algunas avecillas pusieron en alerta de nuevo el metabolismo adormecido. Me di un fregado nasal y descubrí el mal que me había aquejado durante parte de la anochecida; el ennegrecido pañuelo me dio la pista: mis pulmones se habían intoxicado con el polvo de la cueva y hasta que no se regeneraron con el paso de las horas no volví a oxigenar con normalidad.

Organicé todos los bártulos y me fui a dar un paseo de reconocimiento matutino. El sitio me seguía pareciendo un idilio, por lo que durante la bajada hasta la aldea mis pensamientos se centraron en cómo transformaría el contorno para albergar mis nuevas andanzas allí.


"La Guerra en los Cortijos"



Aunque nos pese, la Guerra Civil Española fue uno de los acontecimientos históricos más vergonzosos que se han producido en nuestro país. El sacarlo a la luz en el bloque de “Historias y Leyendas de la Contraviesa”, no tiene otro objeto que recordar a nuestros lectores más jóvenes a lo que puede llevar la violencia más extrema por desavenencias ideológicas y políticas. Ciudades, pueblos, familias, fueron destrozadas socialmente, y durante esos tres años y la posguerra se produjo un distanciamiento y un odio que separó a vecinos, amigos e incluso a hermanos.
Como con cualquier otra historia que descubra en nuestra Sierra, seré lo más objetivo posible, trascribiendo de forma precisa la información recibida por la fuente histórica. En el caso de esta trama, las propias familias del que escribe estuvieron divididas en bandos opuestos, simpatizando la familia de mi padre con el bando “nacional” y la de mi madre con el bando “republicano”.
Procesión en Albuñol


“Los leños embravecidos por la humedad del campo chisporrotean en la pequeña chimenea, creando una agradable calidez en el ambiente de la alcoba. Estamos retrepados sobre las mecedoras percibiendo los diminutos copos de nieve que casi no se atreven a caer. Esto es muy habitual en Mágina, mis padres no lo habían vivido nunca en su dilatada vida, pero sin embargo, me sorprende cuando él apunta que le trae este ambiente algunos recuerdos de su niñez. Yo le pregunto, y él comienza a relatar algo que sin lugar a dudas no es fácil de evocar.
Cuando se inició la “Guerra” él tenía sólo siete años, era una familia tradicional, de cuatro hijos, que vivía en el mismo pueblo de Albuñol. El pueblo estaba tomado, al igual que toda Granada, por los republicanos, lo que hacía más difícil la vida para aquellos cuya ideología política era opuesta a la “oficial” local. En la Casa de las Margaritas estaba instalado el cuartel militar, al lado de la iglesia, prácticamente en el centro de la población. Fueron pasando los días y la confrontación era cada vez más manifiesta y peligrosa, no se podía salir de noche a la calle, había racionamiento para conseguir los alimentos básicos, los niños ya no podían asistir a la escuela, los cántaros sobre la fuente con las mujeres esperando turno era el único momento afable permitido y las inquisidoras miradas entre los propios vecinos eran inevitablemente estremecedoras.
El puente Aldahayar, al fondo la sierra


Pronto su familia empezó a ser acosada, por lo que su padre, que regentaba la farmacia, decidió que él, su hijo menor, debería estar lejos de ese ambiente de extremada peligrosidad. Un día vino al pueblo uno de sus mejores amigos, Antonio Soto, que era el dueño de uno de los cortijos situados al norte de la población, Los Morenos. En una conversación en su casa le pidió a su amigo que se llevara durante un tiempo a Lisardo a su cortijo, porque tenía miedo de que sufriera algún daño viviendo en Albuñol. Antonio, como era de esperar, no puso ninguna pega y le comunicó que en unos días vendría a por él. Esa misma noche tocaron a la puerta de la familia Domingo, eran dos militares que con los fusiles en mano amedrentaron a toda la parentela. Al pequeño Lisardo lo subieron en la silla de madera y exclamaron: ¡Qué hacemos con éste!; fue un momento tenso en el que su madre, Deogracias, saltó de forma espontánea a recoger en sus brazos a su asustado hijito. Después de unos minutos de silencio en el que los guardias se dedicaron a registrar las habitaciones buscando no se sabe qué, decidieron irse sin más.
Pasaron unos días, la tensión iba creciendo por momentos, a su hermano Pepe se lo llevaron detenido al calabozo del cuartel, posteriormente lo tendrían recluido durante un año en la cárcel de Almería.
Una fría tarde de enero de 1937 aparecieron por su casa Antonio y su hijo Ricardo con dos grandes mulos, venían para recoger a Lisardo que, a regañadientes, fue despidiéndose de su familia. Salieron a la plaza, y a la grupa del mulo de Ricardo cogieron el camino hacia los cortijos.
Fuente de la plaza de Albuñol


El adiós había sido apresurado, no debían ser vistos por los militares, así que sin perder tiempo y con los mulos cargados iniciaron el camino hacia el puente Aldahayar, allí, tras una leve mirada atrás el niño soltó unas lágrimas, no sabía cuándo volvería a ver a su familia.
Subiendo por el camino de las minas se dirigieron a la sierra, en poco menos de dos horas divisaban la entrada del cortijo, era un lugar desconocido para el niño, pero pronto sería su hábitat natural. Al llegar a la casa observó que en el porche de la puerta había varios cerdos husmeando, al bajarse del mulo los animales huyeron con aparente descontrol. La madre de Ricardo se acercó a él y le hizo una afable caricia, eso lo tranquilizó y cogido de la mano de la señora entró en la vivienda, la temperatura era muy agradable, fuera en el camino, el frío había hecho mella en él, así que se acercó a esa chimenea gigantesca que tenían en el comedor y que él nunca había visto en una casa, ya que la temperatura del pueblo hacía innecesaria la utilización de estos ingenios”. Este fue el hecho que le hizo recordar a mi padre la historia vivida en su infancia cuando estábamos sentados al calor de la lumbre en el Cortijo del Lince en Sierra Mágina.
“Al llegar la noche conoció al resto de su familia adoptiva, además de Ricardo estaban sus tres hermanas, todas mozas ya, y que enseguida supieron hacer más agradable la vida del pequeño Lisardo. En una de las habitaciones de las hermanas mayores fue donde dormiría a partir de entonces, en la misma cama y sin ningún rubor. Esa noche cenaron todos juntos, como siempre, pero la compañía del niño del pueblo hizo que hubiera algo más de algarabía, ya que le preguntaban diversas curiosidades y él contestaba si ninguna vergüenza, no tardaron mucho en hacer creer a Lisardo que ése sería su nuevo hogar.
Los días fueron pasando lentamente, él fue aprendiendo las labores del campo, y aunque era muy joven le empezaron a dar responsabilidades varias. La que más le gustaba era cuando después de las tareas campesinas Antonio llegaba con los mulos y los descargaba, era el momento de darles agua, y como la fuente estaba un poco lejana había que llevarlos hasta allí, entonces era cuando el niño cogía las riendas de uno de ellos y los llevaba hasta la fuente del cortijo de los Corros. Recuerda que en más de una ocasión llegó a ir subido en el mulo por esos tortuosos caminos de arrieros. En uno de esos momentos en que se acercaba a la fuente con las bestias, en un cortijo cercano apareció una “vieja” que le causó estupor y miedo, se volvió de inmediato al cortijo y se lo comento a Ricardo, éste, como niño que también era, le contó una historia de miedo que no olvidó nunca, aunque para convertirse en un cortijero auténtico tuvo que lidiar con la pobre señora que jamás le dirigió una palabra en las otras muchas ocasiones que la encontró en su equina tarea diaria.
El Calvario


No tardó mucho en descubrir lo bien que se vivía en ese cortijo, y posiblemente en todos los de alrededor. No les faltaba de nada, todo era abundancia, pero el trabajo era de sol a sol. En invierno estaba la matanza, aquellos marranos que conoció a su llegada serían los que alimentarían a toda la familia durante el año. Eran días de fiesta, aunque las noticias de la guerra entristecían a todos. Estando allí, en una de las bajadas de Antonio al pueblo, éste llegó con una noticia aterradora para el niño, se habían llevado a la cárcel de Baza a varios hombres del pueblo, entre ellos a su padre y a su tío Lorenzo. Estas crónicas lo dejaban aturdido y con pocos ánimos, pero él sabía que debía resistir, ya que con el tiempo todo debería pasar y él se convertiría en un hombre.
Las viandas en el cortijo eran esplendorosas, a veces se hacían en el mismo campo, pero otras se juntaban en la casa para catar aquellas pipirranas hechas con las hortalizas recién traídas por él de la huerta, aquellos pucheros que si te descuidabas costaba sacar la cuchara del propio plato por la cantidad de sustancia, o aquellas migas, que era el plato más apetecido por todos, que se colocaban en la misma sartén en el centro de la mesa para que el desgaste del duro trabajo se viera saciado en no muchos minutos.
Uno de los quehaceres que él asumió durante toda su estancia en el cortijo fue el surtir de leche y huevos a los trabajadores durante la mayoría de los días. En una ocasión, cuando ya estaba acostumbrado se acercó al corral donde estaban las cabras y las gallinas, primero recogía la leche en una cántara, y después abría el habitáculo del gallinero para coger los huevos frescos. Cuando iba a realizar la tarea como de costumbre, dejó la cántara llena de leche en el rincón habitual, al sacar uno de los huevos el gallo se tiró a por él, haciéndole correr despavorido tropezando con la cántara, que se derramó liando un gran revuelo en el cobertizo. Al llegar de nuevo a la casa pensó que sería recibido con una gran regañera, pero cuando lo contó ellos sonrieron y no le dieron importancia, la despensa estaba llena de otros muchos víveres.
Sin lugar a dudas lo que más le gustó de las tareas de campo fue la época de la recogida de los cereales, sobre todo cuando llevaban el producto a la era, allí se juntaban los habitantes de todos los cortijos de alrededor, echaban el trigo o el centeno a la era por turnos, y con la yunta de mulos se ponían a trillar. Al finalizar aventaban el cereal y dividían la paja del grano, por último cada lugareño se llevaba el producto según lo que había aportado. Esto que se cuenta con tanta celeridad, suponía varias semanas de trabajo y juerga, ya que de forma simultánea los hombres y las mujeres que traían la comida se enzarzaban en debates, discusiones y bromas que hacían de ese tiempo el momento más deseado del día por el pequeño Lisardo.
Camino a la Plaza


Los meses pasaron, estuvo cerca de un año viviendo con esta maravillosa familia, en ninguna ocasión bajó al pueblo, no se fiaban de lo que pudiera ocurrir. Pero el “frente” se tranquilizó, entonces sus padres lo mandaron llamar y en uno de los viajes de Ricardo a la villa lo acompañó subido detrás de él. Bajando el barranco miró hacia atrás, la misma sensación que tuvo al irse de su familia verdadera le sobrevino en ese momento, la pena y el ahogo estuvo presente en él durante todo el trayecto, pero sabía que allí había dejado a unos más que amigos, que serían para siempre, y que para siempre los tuvo y sigue teniendo en el corazón.

Ahora es un poco mayor, en la plaza no solo están las cantareras, también hay niños jugando, reconoce a varios de ellos, los niños lo miran. ¿De dónde vendrá Lisardo? Un fuerte abrazo con sus padres le hace recordar que el sueño siempre será pasajero”.

A mis hermanos Sonia e Ignacio, a mi preciosa mamá y por supuesto a mi querido papá, que desde allí arriba habrá hecho relucir una nueva estrella.

Fuente histórica: Lisardo Domingo Carretero. Albuñol.
Autor: Lisardo Domingo Blanco

LA ESCUELA DEL CORTIJO LA CUESTA DE ALBUÑOL

 Durante la década de los años 50 del siglo XX se estableció la Enseñanza Primaria en los cortijos de la Alpujarra granadina, mediante Escuelas Rurales.

La Escuela Rural se configuró como un medio fundamental para garantizar el acceso a la educación en territorios rurales, y constituyó un elemento clave para el desarrollo social y la igualdad de oportunidades de la población donde se encontraba ubicada.

Maestra con sus alumnos en el exterior

Los niños sin escolarizar vivían en cortijos y diseminados lejos de los centros de enseñanza.

Los maestros rurales fueron enviados a Escuelas Rurales que no existían, pero ellos eran los porteadores de idea de Escuela, por eso los maestros rurales de mediados del S. XX fueron los constructores del modelo de escuela en una comunidad rural.

El maestro impartía clase a todos los alumnos juntos en el misma aula, independientemente de su nivel y edad.

 

Hoy nos encontramos en lo que fue la Escuela Rural del Cortijo La Cuesta de Albuñol, en la Alpujarra baja de la provincia de Granada.

Ermita del cortijo La Cuesta

La primera instalación de la escuela en este cortijo fue en un almacén en la planta baja de una casa que un vecino cedió para tal fin. La vivienda de la maestra era en una casita contigua al almacén.

Con el tiempo, al aumentar el número de alumnos que venían de las numerosas cortijadas vecinas, este local se quedó pequeño como escuela.

Esta circunstancia, sumado a la necesidad de tener un lugar para el culto en el cortijo, hizo que una vecina donara un terreno enfrente de donde estaba situada la escuela y así construir una Escuela - Ermita que a la vez tuviera vivienda para el maestro. Esta se construyó en poco tiempo y en ella colaboraron todos los hombres y mozuelos del Cortijo La Cuesta.

Interior de Escuela - Ermita



Se hizo en una misma edificación, pero con dos entradas diferentes. Una entrada en el lateral para la casa del maestro, y otra entrada principal de acceso a la Ermita.

La pequeña vivienda de la casa del maestro se comunicaba por el interior con la Ermita a través de una pequeña puerta a la altura del Altar. Por este acceso, la maestra podía acceder desde su casa a dar las clases sin salir a la calle. Para dar las clases, el Altar quedaba oculto por unos paneles de madera que se abrían y cerraban a voluntad. Sobre estos paneles se colgaba la pizarra.

Entrada recibidor de la escuela

Dentro de sus limitaciones de espacio, la casa del maestro disponía de las siguientes dependencias: Entrada-recibidor, pasillo-distribuidor, derecha 2 dormitorios, izquierda pasillo, cuarto de estar chimenea, cocina de leña y fregadero, y despensa con pequeña nevera. Desde la despensa se accedía a un pequeño patio exterior en donde se encontraba el retrete. No disponía de cuarto de baño ni agua corriente, por lo cual debían de ir por ella a la fuente del Cortijo. Sí había electricidad.

 

Así pues se trasladó la Escuela a la Ermita, comenzando allí las clases. Referenciar de paso que siempre fueron maestras las que ejercieron su labor en el Cortijo.

La Ermita ya estaba hecha, pero aún faltaba dotarla de un Santo que venerar. Fue entonces cuando otra vecina devota de la Virgen de Fátima donó una imagen de esta para presidir el Altar mayor. Este acto lo realizó en agradecimiento a la Virgen por haber sobrevivido y recuperado de un grave accidente de tráfico. Desde entonces, la Virgen de Fátima es la patrona del Cortijo La Cuesta de Albuñol, y todos los meses de mayo por la fecha de su festividad se le celebra una misa en la Ermita, con procesión posterior. Al terminar los actos religiosos se tiran cohetes y los vecinos y allegados se juntan en una comida de convivencia.

Pasillo de las dependencias

A la Escuela del Cortijo venían a recibir clase muchos niños de cortijadas vecinas, algunas a gran distancia caminando, subir y bajar fuertes pendientes y cruzar barrancos como los que venían del Cortijo “Los Coloraos”. Transitaban por los caminos reales y de herradura, bien conservados por entonces. Los más atrevidos atrochaban campo a través por medio del secano, como los hermanos Carmona, que venían del Cortijo “El Cantor” y atrochaban por la fuente “La Teja”.

Acudían a recibir sus clases niños de cortijos del municipio de Albuñol (Los Coloraos, El Cantor, El Búho y Caseta El Maurel) y otros de cortijos del vecino municipio de Sorvilán (Los Bellidos, La Torrecilla, El Madroño y La Cruz).

En la Ermita se daban clases de lunes a viernes, y los domingos se celebraba misa.

Salón con chimenea

El horario de clases era por la mañana, hasta el mediodía, volviendo los alumnos a sus casas para almorzar. La maestra escribía y explicaba los ejercicios en una pizarra, los alumnos pequeños escribían en una pequeña pizarra con un pizarrín, y los mayores en una libreta con lápices. Tenían Enciclopedias Escolares. Los pupitres eran los clásicos de la época, de 2 plazas, que en los soleados días de primavera los sacaban a la puerta de la escuela y daban la clase en la calle.

Cuando por la noche las personas mayores volvían de las tareas del campo y alistaban los animales, a quien quería y lo necesitaba la maestra también le daba clases, enseñándoles a leer, escribir y operaciones básicas de matemáticas.

Las maestras que trabajaron en el Cortijo La Cuesta de Albuñol eran muy respetadas y estimadas por todos los vecinos, y era normal que, aunque ellas tuvieran su propia vivienda en el Cortijo, fueran invitadas a comer y a pasar las largas sobremesas de invierno en casa de alguna familia del Cortijo, para que no estuvieran solas.

Acceso exterior a los excusados

Hoy en día la Escuela Ermita del Cortijo La Cuesta lleva muchos años cerrada y se mantiene en pie gracias al cuidado y mantenimiento de los vecinos.

 

Otras Escuelas Rurales del municipio de Albuñol, destacables en su momento, fueron:

Escuela Cortijo Los Rivas (en pie), Haza Mora (ruinas), La Ermita EL Palomar (ruinas), Los Yesos (desaparecida) y Chaulines (desaparecida).

Cocina fregadero

Otro ejemplo diferente de Escuela Ermita en el pueblo de Albuñol, que funcionó como Aula Complementaria al Colegio Natalio Rivas, fue la Ermita de San Marcos, en la que muchas generaciones de albuñolenses cursamos 5º de Educación Primaria con un profesor de referencia.

 

La decadencia de estas Escuelas Rurales en La Alpujarra fue motivada por el hecho de que en los años 70 se produjo un fenómeno social que cambio la vida en los cortijos: la emigración. Muchos habitantes partieron al extranjero, y otros a Cataluña y a otras regiones españolas en busca de mejores perspectivas económicas. La mayoría de ellos marcharon a la comarca del poniente almeriense, El Ejido y Roquetas principalmente, comprando con sus ahorros un terreno que resultó ser muy próspero cuando comenzaron los años del cultivo en invernadero, siendo este ahora su medio de vida.

Despensa alacena

Al mismo tiempo, las familias que a duras penas subsistían en el campo debido a la bajada de precios de los productos que cultivaban (almendras, uvas, higos y cereal), se vinieron a vivir al pueblo, Albuñol, abandonando los campos y cerrando cortijos y viviendas, que poco a poco se convirtieron en ruinas.

 

Autores: Eduardo Antonio y Andrés López Lorente

Fuente: Vecinos y antiguos alumnos de la Escuela del Cortijo La Cuesta de Albuñol.




Procesión Virgen de Fátima años 60


Escuela cortijo Los Rivas

Virgen de Fátima de cortijo La Cuesta


Fuente del cortijo La Cuesta