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La Guarida de la Bestia

 

Ese año el invierno había entrado húmedo pero sin el helor esperado. La mañana había sido moderada, placentera para la andanza que me proponía realizar una vez que tomara ese robusto refrigerio tan necesario para aguantar el peso de mi vieja mochila cuyas telarañas me hacían recordar tiempos mejores por los montes de España.

El bosque

Me hallaba en uno de esos ya pocos lugares vírgenes de las sierras íberas, en los que una vez penetrados en sus marañas nos convertíamos en un espíritu más de la Madre Naturaleza: era uno de esos ocultos rincones del valle del Frontil.

En algunos escritos de la época del medievo, describen a este entorno de fronteras como un lugar donde sólo habitan moros, osos, lobos y bandidos, algo que por otra parte era habitual, ya que la civilización musulmana llevaba varios siglos subsistiendo en la Península, y en estos predios donde los bosques abundaban, los únicos que podían sobrevivir en ellos eran los rudos lugareños de las alquerías, en constante lucha con los demás seres que poblaban la espesura.

Encinar

Con el paso de los lustros esas alquerías se fueron tornando en aldeas cristianas, parte de los bosques se transformaron en lugares de cultivo, o lo que es lo mismo: el hombre fue desequilibrando la balanza a su favor.

Hace varias primaveras, en una de esas interminables pláticas en la puerta del cortijo, uno de los nativos del lugar me decía que recordaba cuando su abuelo les contó que no haría ni un siglo atrás, se produjo el ocaso de la última pareja de lobos que vivían por estos contornos. Decían los pobladores de aquellas aldeas que esas alimañas, como ellos los llamaban, estaban matando a parte de su ganado; así que fue avisada la guardia civil y mediante una batida con perros y cacerolas dieron con ellos pasada Peña Montesa, en el entorno de un grandioso cortijo aislado que ahora se encuentra en ruinas. Los guardias los abatieron y desde entonces no se han vuelto a localizar en estas tierras; un desequilibrio más propiciado por nuestra especie, y que ahora lamentamos por el exceso de otros bichos como los jabalíes que levantan nuestras siembras y se comen nuestras plantaciones: ¿habrá que exterminarlos también?

La gruta

En el estío pasado decidí escudriñar zonas de este valle que no conocía; los bosques que lo rodeaban eran amplios y a veces inaccesibles para el melindroso Homo sapiens. Pensé que si quería profundizar en sus adentros, debía seguir las sendas marcadas por los habitantes del monte, y así lo hice. Fui penetrando entre matorrales y arboleda hollados por primera vez por mí; algún susto me llevé de esos habitantes, que sorprendidos por mi presencia me bufaron dándome a entender que ese era su territorio. Cuando ya pensaba en volver a la urbe, me sorprendió ver una oquedad en uno de los riscales que surgió de improviso entre los monumentales pinos. Me acerqué y descubrí algo que no había encontrado en mis múltiples salidas por El Frontil: una apasionante gruta; la cueva de la Calavera.

La boca del lobo

Recordé entonces que cuando llegué por primera vez a estas cortijadas, uno de los nativos me comentó que cuando él era niño jugaba en las cuevas que conocía del contorno. Yo le pregunté por el lugar donde se encontraban, pero no me lo supo decir; aunque sí me advirtió que en una de ellas habitaban varios panales colgantes de abejas; lo que me sedujo de tal manera que dije para mis adentros que algún día los encontraría.

Al fin una de esas cuevas la localicé; era pequeña, pero suficiente para albergar a varias personas tumbadas. El sitio era idílico, estaba rodeado de bosque Mediterráneo, tanto de matorral, como de arbustos y arboleda. Se trataba de una vallejada con muchas posibilidades de aventura: rincones escondidos, plantas por identificar, cortados rocosos, y no demasiado lejos de la civilización. Fue el instante en el que decidí, si mi cadera me lo permitía, volver en alguna ocasión a empezar un nuevo episodio montano por ese lugar; y ese momento llegó: ahora el lobo era yo, la bestia era yo.

Mi compañero

Realmente el invierno parecía agazapado; cuando comencé la subida no tardé mucho en deshacerme de la chaqueta, me quedé en mangas de camisa, el sudor afloraba desde la cabeza hasta los pies. El camino a seguir lo tenía grabado en la mente; la calva arboleda me avisaba de que el otoño hacía fecha que había desaparecido, y que aunque el helor no se manifestaba aún, en pocas horas la temperatura descendería bruscamente, y por ello la mochila tenía un rincón provisto de ropajes invernales que no dudaría en utilizar cuando esto ocurriera.

Una pareja de arrendajos cruzaba de una encina a otra con su característico garrular poniendo en sobre aviso al resto de los  pobladores de estos campos. De las espesuras nórdicas de Europa ya se habían asentado las avecillas invernantes para disfrutar de lo que para ellas era un clima cálido adecuado: picogordos, currucas, lúganos, verderones serreños, petirrojos, colirrojos, y algunas más, trapicheaban entre matorrales y demás vegetación en busca de la vitualla de la jornada. Eso me entretuvo, observando con los prismáticos la diversidad de pájaros que, intercalados con los que residían todo el año en este lugar, daban una imagen silvestre y melodiosa lejana a la diaria costumbrista de los pueblos y ciudades por donde me desenvolvía.

La cena

Salí del camino y me adentré en uno de los múltiples olivares que guarnecían los predios de Mágina; a continuación penetré en la selva, en el bosque autóctono del sur de España, en busca de una de esas sendas que con tanta certeza me llevaría hasta aquel lugar idílico para mí, y con el que ahora deseaba reencontrarme en mi fervor por la soledad.

Era el momento para sentirse igual a los otros seres; ellos poseían infinidad de recursos para sobrevivir en este medio, yo tengo también algunos, aunque no me desprendía en ningún momento del cuchillo que me aportaba seguridad. La andadura era pausada, debía esquivar los piornos y las aulagas que plagaban el salvaje sendero de punzantes espinos que atravesaban hasta la ruda vestimenta. Tras pasar por una de las atalayas rocosas sobresalientes, comencé la trepa peñascosa que me obligaba a tomar precaución por su verticalidad; allí encontré un walquie talkie semi enterrado que algún cazador debió perder en sus recorridos; estaba  maltrecho y envejecido por el sol, así que lo dejé sobre la rocalla y proseguí en mi caminar.

Mis hospederas

Pronto llegue hasta una zona conocida, era el matorral de esparto, espinos y romeros que una vez atravesado llegaría hasta los cortados rocosos que recordaba de mi anterior paso por allí. De forma recatada me fui acercando hasta dichos cortados, no se apreciaban, por lo que podía peligrar mi integridad si me los topaba sin esperarlo.

Al fin di con ellos, la visión me recordaba todo, sólo debía rodear las alturas de los leves acantilados y bajar por una tupida vaguada que me dejaría en la puerta de la cueva, o eso esperaba.

Prácticamente sin pérdida alguna logré encontrar mi objetivo; pasé como pude entre la maleza hasta encontrarme, previa a la entrada, una mata de carrasquilla con la que me enganché los cordones de las zapatillas; viendo que no era capaz de desenrollarlos, me deshice de la mochila y lo logré finalmente.

Arriba la calavera, abajo la cueva

Ya sin lastre alguno eché un vistazo a la portada de la oquedad; estaba igual, o mejor dicho peor. En mi retentiva la apariencia era bastante más accesible, así que extraje del macuto la linterna y pasé al interior. Me hallaba en la estación más incierta para penetrar en una cueva de ese calibre, y no lo decía por su tamaño, sino por los habitantes que pudieran encontrarse allí. Al igual que los pajarillos buscaban un lugar donde pasar los crudos inviernos del norte, otros bichos utilizaban sus estrategias para no perecer de frío por esos rincones: los reptiles y anfibios se escondían hibernando, al igual que algunos mamíferos que desaparecían con los helores invernales, manteniendo su metabolismo basal, y sólo surgiendo cuando tenían alguna necesidad fisiológica, para volver a su refugio hasta que la primavera diera sus primeros pasos.

Bártulos

Eso me rememoró aquellos tiempos pasados que relataba antes; esa covacha pudo albergar bestias como el oso o el lobo, lo que me habría supuesto un grave altercado si mi intención era pasar la noche en una de sus guaridas.

Con ese pensamiento escruté todos los recovecos; paredes, techos, hondonadas, escuetos agujeros sin fin, y sí, sí hallé a los pobladores de esa singular morada. Había dispersas huellas de ungulados, podrían ser de cabras montesas o de jabalíes, o de ambos, ya que el suelo estaba plagado de riscos del tamaño de un puño, y de tierra finísima, de polvo, del maldito polvo donde sus rastros quedaban marcados. Por suerte en ese momento no se encontraban allí, esos animales no hibernan, sólo duermen en lugares como ese protegiéndose de la intemperie y de los rigores del tiempo. Además encontré a los que esa noche serían mis vecinos, o mejor dicho, yo sería su inquilino, esperando que ellos fuesen excelentes anfitriones: eran salamanquesas, hibernando también, enormes arañas a la espera de la caza sobre sus telas, y posibles ratoncillos que dejaron sus marcas en alguno de los huecos calizos de la singular gruta.

La otra hospedera

Aquello tenía que adecentarlo, sobre ripios no podía dormir esa noche, así que antes de deshacer el macuto me puse a la faena. Fui recogiendo el sinfín de piedras y las recoloqué en los huecos por donde podía entrar el céfiro; eso significó que el polvo lo estuve removiendo durante más de una hora, lo que a la larga me supondría un pesar. Afuera, en la parte de lo que podríamos llamar el vestíbulo, que a su vez también estaba techado aunque con demasiada abertura al exterior, reconstruí el parapeto que daba a la vaguada, que también servía de protección ante una climatología adversa. Ya no me quedaba nada más que crear el lecho: una esponjosa colchoneta donde se aposentaría el saco de dormir, y a su alrededor cada uno de los utensilios que podría necesitar en la nocturnidad.

Todo parecía estar en su sitio. Era la primera vez que realizaba una experiencia de ese tipo: dormir en solitario en una cueva inmersa en un esplendoroso bosque. La soledad a veces es necesaria, por ello en multitud de ocasiones había gozado de la estancia en diversos entornos pasando noches meditativas teniendo por techo a la bóveda celeste, o en una tienda de campaña, o en un refugio pétreo construido por mí, o en una grieta en la montaña, o en la arena costera mediterránea; sin embargo en esta ocasión parecía que las sensaciones iban a ser muy distintas.

Lucernas del ultramundo

Me quedaba aún un par de horas hasta que llegara la anochecida, entonces cogí el bastón, la cámara de fotos y el cuchillo sobre la cintura para dar un garbeo por aquel asombroso paraje. No me retiré en demasía, quería comprobar si el contorno era lo suficientemente diverso para poder practicar en próximas ocasiones técnicas de supervivencia, o de fortalecimiento mental y físico. La vegetación era muy variada; desde los enormes pinos carrascos y reales, pasando por arces y algún quejigo, hasta las belloteras encinas que se entremezclaban con romeros, tomillos, santolinas, jaras y rosales silvestres. Decidí descender el vallecillo para ubicar el entorno, fue cuando me sorprendieron las numerosas cornicabras que emergían de cada paraje, las cuales en esa estación se encontraban desnudas de hojas pero con los últimos y colganderos frutillos rojos sobre las ramas. 


Observé las variadas plantillas rocosas de las paredes verticales que se prolongaban desde la misma cueva hasta la bajada del valle. Recordé en ese mismo lugar, cuando el verano anterior encontré el predio,  cómo me tropecé con unos jabatos que me contemplaban si saber qué era yo, mientras mi instinto campero quería sacar el móvil para tomar la imagen, lo cual no ocurrió porque al moverme parecieron huir. Lentamente me aproximé y cuando parecía tenerlos cerca, un enorme macho surgió del matorral y me soltó un descomunal bufido, siguiendo su marcha con los jóvenes jabalíes. Yo no podía perder la oportunidad de grabarlos, así que los seguí unos instantes cuando, de improviso se volvió la bestia y pareció que me iba a envestir, pero se limitó a rugir de nuevo, dejándome la sangre helada; me retiré muy lentamente y los rodeé para salir de allí. No olvidaré jamás el rostro del animal, quizás perdonándome la vida.

Insomnio

Todavía con la piel de gallina por aquella rememoración, volví a mi nueva morada; aún la claridad del día mantenía sus últimos impulsos, así que ya en el refugio me abrigué y cogí aposento sobre una de las toscas planas que había en la antesala. Dediqué ese rato a meditar, relajarme y escuchar, y como un miembro más de ese territorio, a intentar percibir el paso de cualquier bicho que surgiera de la oscura espesura.

Bien pertrechado dejé la mente en libertad; recordé algunos de otros instantes vividos, los que nunca se olvidan por su bondad o por su dureza, a seres queridos, a los que están y a los que nos protegen desde su peculiar atalaya. Algún que otro sonido poco inquietante escuché, posiblemente garduñas, ginetas o tejones por el crujir de la hojarasca, aunque no tardé en entender que ahora el temor en ese lugar lo generaba yo; ya no habitaban osos ni lobos, así que mi presencia hacía que el bosque se tornara silencioso, receloso; el resto de los animales debían guarecerse, retirarse de la ira de ese ser que estaba trajinando por allí.

A mi hora habitual preparé la cena: pan integral con calamares en salsa americana, regado todo con el vino de mi antigua bota montañera; de postre unos mantecados navideños y una copilla de licor de nueces elaborado meses atrás. No tardé mucho en engullirlo todo; terminé brindado por el Planeta, acababa de entrar el año 2022, y me adentré en la cueva acurrucando mi cuerpo en el interior del estrambótico camastro.

Paisaje interior

Tenía claro que me esperaban once horas metido en el saco; en invierno las noches son muy largas y aún más cuando simulamos la vida paleolítica sin ni siquiera poder encender un fuego. Pero yo iba preparado; las velillas encendidas, la linterna preparada y el gran maestro de la novela: don Miguel de Cervantes, y su obra Rinconete y Cortadillo. El sonido del silencio era manifiesto, la lectura entretenida: los dos pícaros muchachuelos llevaban mi mente a lo burlesco y comediante de épocas pasadas en nuestra singular tierra.

De vez en cuando me entraba sueño, soltaba el librillo y me recolocaba; pero nada de nada, no había forma de dormir. Encendía la linterna y daba un repaso a los rincones de la covacha; alguna salamanquesa estaba cambiada de lugar, las arañas parecían esperar su turno, pero tenía meridiano que esos arácnidos no me atacarían, el hecho de tener su telarañas las hacía inofensivas, ya que sólo cazarían a los bichos que cayeran en sus trampas, y yo no sería uno de ellos. Además, me encontraba como si me faltase el aire; yo lo empecé a achacar al maldito Virus, no respiraba bien, aunque al levantarme a la mañana siguiente descubriría el dañino entresijo. Volví de nuevo al libro hasta que lo finalicé; eran las dos de la madrugada y tenía que intentar adormecerme, y lo conseguí.

Rincones ocultos

Avanzada la noche, y cuando pienso que estaba en el momento álgido de mi sueño, noté que un brusco aleteo salí o entraba de la cueva; el aire que generó el volantón lo noté cercano a mi cara, así que me incorporé dando un berrido, encendiendo la lucerna para iniciar la lucha si era necesaria. Sin embargo, no descubrí nada extraño, todo estaba igual; pudo haber sido algún murciélago, pero en esta época están hibernando, y allí no había ninguno; pudo ser una rapaz nocturna, búho o lechuza, pero precisamente ellas no producen sonido con sus alas… Volví a deliberar: el bicho que hubiese sido cometió un grave error, sus instintos le habían fallado, se había metido en la boca del lobo, nunca mejor dicho; el mayor predador era yo, y el resto de animales esa noche habían guardado cuarentena.

De madrugada, antes del amanecer, salí de la oquedad para desaguar la vejiga; empecé a descubrir que ese supuesto virus había desaparecido, me hallaba en perfecto estado. La noche y el entorno seguían en calma; volví al catre aliviado, y fue cuando los sueños desencadenaron en mi cansado cuerpo el apaciguamiento que necesitaba.

Sigue la noche

Desperté cuando la luz entraba por la portichuela pétrea; el trinar de algunas avecillas pusieron en alerta de nuevo el metabolismo adormecido. Me di un fregado nasal y descubrí el mal que me había aquejado durante parte de la anochecida; el ennegrecido pañuelo me dio la pista: mis pulmones se habían intoxicado con el polvo de la cueva y hasta que no se regeneraron con el paso de las horas no volví a oxigenar con normalidad.

Organicé todos los bártulos y me fui a dar un paseo de reconocimiento matutino. El sitio me seguía pareciendo un idilio, por lo que durante la bajada hasta la aldea mis pensamientos se centraron en cómo transformaría el contorno para albergar mis nuevas andanzas allí.