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La Guarida de la Bestia

 

Ese año el invierno había entrado húmedo pero sin el helor esperado. La mañana había sido moderada, placentera para la andanza que me proponía realizar una vez que tomara ese robusto refrigerio tan necesario para aguantar el peso de mi vieja mochila cuyas telarañas me hacían recordar tiempos mejores por los montes de España.

El bosque

Me hallaba en uno de esos ya pocos lugares vírgenes de las sierras íberas, en los que una vez penetrados en sus marañas nos convertíamos en un espíritu más de la Madre Naturaleza: era uno de esos ocultos rincones del valle del Frontil.

En algunos escritos de la época del medievo, describen a este entorno de fronteras como un lugar donde sólo habitan moros, osos, lobos y bandidos, algo que por otra parte era habitual, ya que la civilización musulmana llevaba varios siglos subsistiendo en la Península, y en estos predios donde los bosques abundaban, los únicos que podían sobrevivir en ellos eran los rudos lugareños de las alquerías, en constante lucha con los demás seres que poblaban la espesura.

Encinar

Con el paso de los lustros esas alquerías se fueron tornando en aldeas cristianas, parte de los bosques se transformaron en lugares de cultivo, o lo que es lo mismo: el hombre fue desequilibrando la balanza a su favor.

Hace varias primaveras, en una de esas interminables pláticas en la puerta del cortijo, uno de los nativos del lugar me decía que recordaba cuando su abuelo les contó que no haría ni un siglo atrás, se produjo el ocaso de la última pareja de lobos que vivían por estos contornos. Decían los pobladores de aquellas aldeas que esas alimañas, como ellos los llamaban, estaban matando a parte de su ganado; así que fue avisada la guardia civil y mediante una batida con perros y cacerolas dieron con ellos pasada Peña Montesa, en el entorno de un grandioso cortijo aislado que ahora se encuentra en ruinas. Los guardias los abatieron y desde entonces no se han vuelto a localizar en estas tierras; un desequilibrio más propiciado por nuestra especie, y que ahora lamentamos por el exceso de otros bichos como los jabalíes que levantan nuestras siembras y se comen nuestras plantaciones: ¿habrá que exterminarlos también?

La gruta

En el estío pasado decidí escudriñar zonas de este valle que no conocía; los bosques que lo rodeaban eran amplios y a veces inaccesibles para el melindroso Homo sapiens. Pensé que si quería profundizar en sus adentros, debía seguir las sendas marcadas por los habitantes del monte, y así lo hice. Fui penetrando entre matorrales y arboleda hollados por primera vez por mí; algún susto me llevé de esos habitantes, que sorprendidos por mi presencia me bufaron dándome a entender que ese era su territorio. Cuando ya pensaba en volver a la urbe, me sorprendió ver una oquedad en uno de los riscales que surgió de improviso entre los monumentales pinos. Me acerqué y descubrí algo que no había encontrado en mis múltiples salidas por El Frontil: una apasionante gruta; la cueva de la Calavera.

La boca del lobo

Recordé entonces que cuando llegué por primera vez a estas cortijadas, uno de los nativos me comentó que cuando él era niño jugaba en las cuevas que conocía del contorno. Yo le pregunté por el lugar donde se encontraban, pero no me lo supo decir; aunque sí me advirtió que en una de ellas habitaban varios panales colgantes de abejas; lo que me sedujo de tal manera que dije para mis adentros que algún día los encontraría.

Al fin una de esas cuevas la localicé; era pequeña, pero suficiente para albergar a varias personas tumbadas. El sitio era idílico, estaba rodeado de bosque Mediterráneo, tanto de matorral, como de arbustos y arboleda. Se trataba de una vallejada con muchas posibilidades de aventura: rincones escondidos, plantas por identificar, cortados rocosos, y no demasiado lejos de la civilización. Fue el instante en el que decidí, si mi cadera me lo permitía, volver en alguna ocasión a empezar un nuevo episodio montano por ese lugar; y ese momento llegó: ahora el lobo era yo, la bestia era yo.

Mi compañero

Realmente el invierno parecía agazapado; cuando comencé la subida no tardé mucho en deshacerme de la chaqueta, me quedé en mangas de camisa, el sudor afloraba desde la cabeza hasta los pies. El camino a seguir lo tenía grabado en la mente; la calva arboleda me avisaba de que el otoño hacía fecha que había desaparecido, y que aunque el helor no se manifestaba aún, en pocas horas la temperatura descendería bruscamente, y por ello la mochila tenía un rincón provisto de ropajes invernales que no dudaría en utilizar cuando esto ocurriera.

Una pareja de arrendajos cruzaba de una encina a otra con su característico garrular poniendo en sobre aviso al resto de los  pobladores de estos campos. De las espesuras nórdicas de Europa ya se habían asentado las avecillas invernantes para disfrutar de lo que para ellas era un clima cálido adecuado: picogordos, currucas, lúganos, verderones serreños, petirrojos, colirrojos, y algunas más, trapicheaban entre matorrales y demás vegetación en busca de la vitualla de la jornada. Eso me entretuvo, observando con los prismáticos la diversidad de pájaros que, intercalados con los que residían todo el año en este lugar, daban una imagen silvestre y melodiosa lejana a la diaria costumbrista de los pueblos y ciudades por donde me desenvolvía.

La cena

Salí del camino y me adentré en uno de los múltiples olivares que guarnecían los predios de Mágina; a continuación penetré en la selva, en el bosque autóctono del sur de España, en busca de una de esas sendas que con tanta certeza me llevaría hasta aquel lugar idílico para mí, y con el que ahora deseaba reencontrarme en mi fervor por la soledad.

Era el momento para sentirse igual a los otros seres; ellos poseían infinidad de recursos para sobrevivir en este medio, yo tengo también algunos, aunque no me desprendía en ningún momento del cuchillo que me aportaba seguridad. La andadura era pausada, debía esquivar los piornos y las aulagas que plagaban el salvaje sendero de punzantes espinos que atravesaban hasta la ruda vestimenta. Tras pasar por una de las atalayas rocosas sobresalientes, comencé la trepa peñascosa que me obligaba a tomar precaución por su verticalidad; allí encontré un walquie talkie semi enterrado que algún cazador debió perder en sus recorridos; estaba  maltrecho y envejecido por el sol, así que lo dejé sobre la rocalla y proseguí en mi caminar.

Mis hospederas

Pronto llegue hasta una zona conocida, era el matorral de esparto, espinos y romeros que una vez atravesado llegaría hasta los cortados rocosos que recordaba de mi anterior paso por allí. De forma recatada me fui acercando hasta dichos cortados, no se apreciaban, por lo que podía peligrar mi integridad si me los topaba sin esperarlo.

Al fin di con ellos, la visión me recordaba todo, sólo debía rodear las alturas de los leves acantilados y bajar por una tupida vaguada que me dejaría en la puerta de la cueva, o eso esperaba.

Prácticamente sin pérdida alguna logré encontrar mi objetivo; pasé como pude entre la maleza hasta encontrarme, previa a la entrada, una mata de carrasquilla con la que me enganché los cordones de las zapatillas; viendo que no era capaz de desenrollarlos, me deshice de la mochila y lo logré finalmente.

Arriba la calavera, abajo la cueva

Ya sin lastre alguno eché un vistazo a la portada de la oquedad; estaba igual, o mejor dicho peor. En mi retentiva la apariencia era bastante más accesible, así que extraje del macuto la linterna y pasé al interior. Me hallaba en la estación más incierta para penetrar en una cueva de ese calibre, y no lo decía por su tamaño, sino por los habitantes que pudieran encontrarse allí. Al igual que los pajarillos buscaban un lugar donde pasar los crudos inviernos del norte, otros bichos utilizaban sus estrategias para no perecer de frío por esos rincones: los reptiles y anfibios se escondían hibernando, al igual que algunos mamíferos que desaparecían con los helores invernales, manteniendo su metabolismo basal, y sólo surgiendo cuando tenían alguna necesidad fisiológica, para volver a su refugio hasta que la primavera diera sus primeros pasos.

Bártulos

Eso me rememoró aquellos tiempos pasados que relataba antes; esa covacha pudo albergar bestias como el oso o el lobo, lo que me habría supuesto un grave altercado si mi intención era pasar la noche en una de sus guaridas.

Con ese pensamiento escruté todos los recovecos; paredes, techos, hondonadas, escuetos agujeros sin fin, y sí, sí hallé a los pobladores de esa singular morada. Había dispersas huellas de ungulados, podrían ser de cabras montesas o de jabalíes, o de ambos, ya que el suelo estaba plagado de riscos del tamaño de un puño, y de tierra finísima, de polvo, del maldito polvo donde sus rastros quedaban marcados. Por suerte en ese momento no se encontraban allí, esos animales no hibernan, sólo duermen en lugares como ese protegiéndose de la intemperie y de los rigores del tiempo. Además encontré a los que esa noche serían mis vecinos, o mejor dicho, yo sería su inquilino, esperando que ellos fuesen excelentes anfitriones: eran salamanquesas, hibernando también, enormes arañas a la espera de la caza sobre sus telas, y posibles ratoncillos que dejaron sus marcas en alguno de los huecos calizos de la singular gruta.

La otra hospedera

Aquello tenía que adecentarlo, sobre ripios no podía dormir esa noche, así que antes de deshacer el macuto me puse a la faena. Fui recogiendo el sinfín de piedras y las recoloqué en los huecos por donde podía entrar el céfiro; eso significó que el polvo lo estuve removiendo durante más de una hora, lo que a la larga me supondría un pesar. Afuera, en la parte de lo que podríamos llamar el vestíbulo, que a su vez también estaba techado aunque con demasiada abertura al exterior, reconstruí el parapeto que daba a la vaguada, que también servía de protección ante una climatología adversa. Ya no me quedaba nada más que crear el lecho: una esponjosa colchoneta donde se aposentaría el saco de dormir, y a su alrededor cada uno de los utensilios que podría necesitar en la nocturnidad.

Todo parecía estar en su sitio. Era la primera vez que realizaba una experiencia de ese tipo: dormir en solitario en una cueva inmersa en un esplendoroso bosque. La soledad a veces es necesaria, por ello en multitud de ocasiones había gozado de la estancia en diversos entornos pasando noches meditativas teniendo por techo a la bóveda celeste, o en una tienda de campaña, o en un refugio pétreo construido por mí, o en una grieta en la montaña, o en la arena costera mediterránea; sin embargo en esta ocasión parecía que las sensaciones iban a ser muy distintas.

Lucernas del ultramundo

Me quedaba aún un par de horas hasta que llegara la anochecida, entonces cogí el bastón, la cámara de fotos y el cuchillo sobre la cintura para dar un garbeo por aquel asombroso paraje. No me retiré en demasía, quería comprobar si el contorno era lo suficientemente diverso para poder practicar en próximas ocasiones técnicas de supervivencia, o de fortalecimiento mental y físico. La vegetación era muy variada; desde los enormes pinos carrascos y reales, pasando por arces y algún quejigo, hasta las belloteras encinas que se entremezclaban con romeros, tomillos, santolinas, jaras y rosales silvestres. Decidí descender el vallecillo para ubicar el entorno, fue cuando me sorprendieron las numerosas cornicabras que emergían de cada paraje, las cuales en esa estación se encontraban desnudas de hojas pero con los últimos y colganderos frutillos rojos sobre las ramas. 


Observé las variadas plantillas rocosas de las paredes verticales que se prolongaban desde la misma cueva hasta la bajada del valle. Recordé en ese mismo lugar, cuando el verano anterior encontré el predio,  cómo me tropecé con unos jabatos que me contemplaban si saber qué era yo, mientras mi instinto campero quería sacar el móvil para tomar la imagen, lo cual no ocurrió porque al moverme parecieron huir. Lentamente me aproximé y cuando parecía tenerlos cerca, un enorme macho surgió del matorral y me soltó un descomunal bufido, siguiendo su marcha con los jóvenes jabalíes. Yo no podía perder la oportunidad de grabarlos, así que los seguí unos instantes cuando, de improviso se volvió la bestia y pareció que me iba a envestir, pero se limitó a rugir de nuevo, dejándome la sangre helada; me retiré muy lentamente y los rodeé para salir de allí. No olvidaré jamás el rostro del animal, quizás perdonándome la vida.

Insomnio

Todavía con la piel de gallina por aquella rememoración, volví a mi nueva morada; aún la claridad del día mantenía sus últimos impulsos, así que ya en el refugio me abrigué y cogí aposento sobre una de las toscas planas que había en la antesala. Dediqué ese rato a meditar, relajarme y escuchar, y como un miembro más de ese territorio, a intentar percibir el paso de cualquier bicho que surgiera de la oscura espesura.

Bien pertrechado dejé la mente en libertad; recordé algunos de otros instantes vividos, los que nunca se olvidan por su bondad o por su dureza, a seres queridos, a los que están y a los que nos protegen desde su peculiar atalaya. Algún que otro sonido poco inquietante escuché, posiblemente garduñas, ginetas o tejones por el crujir de la hojarasca, aunque no tardé en entender que ahora el temor en ese lugar lo generaba yo; ya no habitaban osos ni lobos, así que mi presencia hacía que el bosque se tornara silencioso, receloso; el resto de los animales debían guarecerse, retirarse de la ira de ese ser que estaba trajinando por allí.

A mi hora habitual preparé la cena: pan integral con calamares en salsa americana, regado todo con el vino de mi antigua bota montañera; de postre unos mantecados navideños y una copilla de licor de nueces elaborado meses atrás. No tardé mucho en engullirlo todo; terminé brindado por el Planeta, acababa de entrar el año 2022, y me adentré en la cueva acurrucando mi cuerpo en el interior del estrambótico camastro.

Paisaje interior

Tenía claro que me esperaban once horas metido en el saco; en invierno las noches son muy largas y aún más cuando simulamos la vida paleolítica sin ni siquiera poder encender un fuego. Pero yo iba preparado; las velillas encendidas, la linterna preparada y el gran maestro de la novela: don Miguel de Cervantes, y su obra Rinconete y Cortadillo. El sonido del silencio era manifiesto, la lectura entretenida: los dos pícaros muchachuelos llevaban mi mente a lo burlesco y comediante de épocas pasadas en nuestra singular tierra.

De vez en cuando me entraba sueño, soltaba el librillo y me recolocaba; pero nada de nada, no había forma de dormir. Encendía la linterna y daba un repaso a los rincones de la covacha; alguna salamanquesa estaba cambiada de lugar, las arañas parecían esperar su turno, pero tenía meridiano que esos arácnidos no me atacarían, el hecho de tener su telarañas las hacía inofensivas, ya que sólo cazarían a los bichos que cayeran en sus trampas, y yo no sería uno de ellos. Además, me encontraba como si me faltase el aire; yo lo empecé a achacar al maldito Virus, no respiraba bien, aunque al levantarme a la mañana siguiente descubriría el dañino entresijo. Volví de nuevo al libro hasta que lo finalicé; eran las dos de la madrugada y tenía que intentar adormecerme, y lo conseguí.

Rincones ocultos

Avanzada la noche, y cuando pienso que estaba en el momento álgido de mi sueño, noté que un brusco aleteo salí o entraba de la cueva; el aire que generó el volantón lo noté cercano a mi cara, así que me incorporé dando un berrido, encendiendo la lucerna para iniciar la lucha si era necesaria. Sin embargo, no descubrí nada extraño, todo estaba igual; pudo haber sido algún murciélago, pero en esta época están hibernando, y allí no había ninguno; pudo ser una rapaz nocturna, búho o lechuza, pero precisamente ellas no producen sonido con sus alas… Volví a deliberar: el bicho que hubiese sido cometió un grave error, sus instintos le habían fallado, se había metido en la boca del lobo, nunca mejor dicho; el mayor predador era yo, y el resto de animales esa noche habían guardado cuarentena.

De madrugada, antes del amanecer, salí de la oquedad para desaguar la vejiga; empecé a descubrir que ese supuesto virus había desaparecido, me hallaba en perfecto estado. La noche y el entorno seguían en calma; volví al catre aliviado, y fue cuando los sueños desencadenaron en mi cansado cuerpo el apaciguamiento que necesitaba.

Sigue la noche

Desperté cuando la luz entraba por la portichuela pétrea; el trinar de algunas avecillas pusieron en alerta de nuevo el metabolismo adormecido. Me di un fregado nasal y descubrí el mal que me había aquejado durante parte de la anochecida; el ennegrecido pañuelo me dio la pista: mis pulmones se habían intoxicado con el polvo de la cueva y hasta que no se regeneraron con el paso de las horas no volví a oxigenar con normalidad.

Organicé todos los bártulos y me fui a dar un paseo de reconocimiento matutino. El sitio me seguía pareciendo un idilio, por lo que durante la bajada hasta la aldea mis pensamientos se centraron en cómo transformaría el contorno para albergar mis nuevas andanzas allí.


El Camino Peregrino de Mágina

 

Como ocurre en prácticamente todos los pueblos de España, la comarca de sierra Mágina, en Jaén, mantiene desde siglos atrás hasta la actualidad las tradiciones católicas en cada uno de sus rincones. En esta ocasión he querido realizar una peregrinación en solitario por algunos de esos lugares con la intención de abstraerme de aquello que más caracteriza al ser humano, la socialización, reencontrándome con mi ego, con mi espíritu y con mi propia mente. La aventura real ha consistido en recorrer con la morada a cuestas los entornos montanos de tres poblaciones de esta maravillosa sierra: los de Cambil, Bélmez de la Moraleda y Huelma; conjugando así los atributos deportivos de supervivencia, los mentales, espirituales, y los religiosos.

La soledad no ha sido real; la excelsa biodiversidad de ese trozo de naturaleza y la cercanía de las Patronas de las nombradas poblaciones: Virgen del Rosario, Virgen de la Paz y Virgen de la Fuensanta, me han hecho sentirme acompañado y arropado en cada instante vivido.

Durante la jornada previa me desplacé hasta el valle del Frontil, desde allí, desde el pilar de Santiago, bendecido por la Patrona del Valle, la Virgen de Fátima, iniciaría la andadura al día siguiente. Lo que parecían unos insulsos momentos se tornaron en una enriquecedora plática cuando mis vecinos me invitaron a cenar al anochecer, aceptando con gusto tales placeres. 

Pilar de Santiago (Frontil)

Nuestra relación desde un par de lustros atrás hacía que tuviéramos un conocimiento mutuo suficiente como para utilizar el verbo en cada preciso momento. Pronto me preguntaron qué pretendía, y yo, gustoso, les conté mi nueva aventura, tras la cual, no sorprendiéndoles demasiado por mis correrías anteriores, decidieron dejarme claro algo de lo que ellos conocían muy bien: eran nativos de esta serranía, y en su mente poseían remembranzas que podrían ser de mi interés.

El parlamento se alargaba coetáneo a la anochecida; quisieron advertirme que estos predios no eran todo lo seguros que yo imaginaba, y se dispusieron a narrarme algunos acontecimientos pasados. Fue el instante en que yo, mostrando mi firme propósito de perderme por los montes del derredor silvestre, les pedí que antes de proseguir con sus leyendas me permitieran dar a conocer historias recién contadas en mi último viaje al norte de España; de esta manera pretendía que intuyeran que mi espíritu se hallaba mucho más allá de unas simples hablillas de tiempos pretéritos, que lo que sí favorecían sin lugar a dudas era mi fortaleza mental. Así comencé el relato:

Aldea asturiana

“Un viaje por el norte de España siempre es atractivo para los sureños peninsulares. En esta ocasión decidimos partir dos parejas a la zona lindera de León y Asturias, más concretamente a los parques naturales y nacionales de Picos de Europa, Somiedo y Redes. Nuestro principal reto era llegar a observar a los úrsidos en estado salvaje, y si había algún lugar donde poder disfrutar de esa experiencia era allí, donde se halla el mayor número de osos de toda la Península. Habíamos concertado estancia en tres pueblecillos de no más de cuarenta lugareños; nuestra intención era convivir en unos espacios naturales los más próximos a dichos plantígrados. Realizamos caminatas por senderos plagados de señales de ellos, alguna que otra huella, excrementos con huesos de cerezas que los delataban, nos apostamos en uno de los miradores observatorios más eficaces del parque de Somiedo; sin embargo no tuvimos la suerte, entre comillas, de tropezarnos con ellos. 

Picos de Europa

Cuando llegamos a una de las aldeas donde íbamos a pernoctar, Pigüeña, preguntamos a nuestra octogenaria casera por los míticos animales, y ella, con naturalidad, nos trasladó el último encuentro que había tenido con los osos en una de sus salidas matutinas antes del amanecer, durante la primavera pasada. Nos dijo que como todas las mañanas salió con su pequeño perro por el sendero que llevaba a la sierra, acompañada de su linterna y la vara de avellano; no muy lejos de la aldea observó cómo su can se lanzaba fuera del camino, y preocupada aligeró el paso para ver la razón. Antes de llegar, una gran sombra si interpuso unos metros por delante, encendió la lucerna y allí estaba, era uno oso mediano en tamaño que cruzó la mirada con ella, y tras unos segundos de duda estremeció sus garras y echó a andar retirándose entre el boscaje del rosáceo brezal. Al instante volvió el perro y ambos regresaron al hogar; fue uno de los muchos encuentros que por estas tierras tenían con demasiada asiduidad.

Historias de osos

Al atardecer del día siguiente, volvimos a toparnos con dos aldeanos que reconstruían un muro de piedra, y nosotros, ávidos de esas leyendas, volvimos a interrogarles, mostrándose ellos entusiasmados con dar a conocer lo que había sido y era su tradicional vida a unos pueblerinos del sur ansiosos por escuchar aquellas sabias y sorprendentes narraciones.

El más joven y extrovertido, los setenta ya no los cumplía, nos comentó que poseía en las brañas una cabaña de vacas y que sus mastines se encargaban de protegerlas del ataque de lobos y a veces de algún oso. Este instó al compañero, que brincaba de los ochenta, a que nos contara lo que le sucedió a un vecino cuando era joven en un campo cercano de donde nos encontrábamos, y él, deseoso de embelesarnos, comenzó su charla. Nos trasladó que aquel amigo, de una edad similar a la suya, cuando era mozuelo observó en una de sus correrías un par de oseznos que jugaban en la puerta de su hórreo; su juventud e inexperiencia le hizo hostigarlos trotando tras ellos, sin pensar que cerca podía andar la protectora madre. 

Bosque de helechos con huellas de úrsidos

 Al poco apareció la osa saliendo desde un corrillo de arbustos donde estaría enfrascada engullendo sus arándanos y comenzó a perseguirlo, acudiendo a la llamada de sus retoños. El nativo corrió como pudo y se refugió en el interior de un frondoso avellano, entre su múltiple ramaje, y al llegar la osa intentó abrazarlo para acabar con él. Las varas del árbol fueron su salvación, ya que solo pudo engancharle un muslo, y aunque quedo muy mal herido salvó la vida; los padres lo encontraron inconsciente entre la avellaneda, sin rastro alguno de los temibles animales”.

Tras la narración de estos encuentros con los osos mis vecinos quedaron algo pensativos, insistiéndoles yo que ese ataque fue protector, y que cualquier animal, incluidos nosotros, actuaríamos de igual modo ante la protección de nuestra prole. Ellos se miraron con recelo, ambos son cazadores, y comenzaron a contarme lo ocurrido aproximadamente hacía un siglo por estos predios que yo ahora quería recorrer.

Después de un buen trago pertinente de cerveza, uno de ellos inició el relato diciéndome con una seguridad pasmosa que si en estos momentos él se encontrara con un lobo en un camino, y portara la escopeta, no dudaría ni un instante en intentar matarlo, algo que me sorprendió pero que él justificó por la historia que ahora me iban a contar.

“Tiempo atrás, cuando aún los lobos surcaban estas tierras, un paisano de Cambil se echó una novia en los cortijos cercanos adonde ahora estamos cenando, camino de Noalejo. Un domingo vino a visitarla y a pasar el día con ella y su familia, pero se le hizo tarde y ya oscurecido volvió hacia su pueblo. Era un muchacho fuerte, seguro de sí mismo, y aunque en alguna ocasión se había encontrado con los lobos siempre habían huido; sin embargo, como protección solía llevar una pistola encajada en el cincho de sus calzones. Cuando llevaba más de una hora de andada, antes de llegar al cruce de los ríos Arbuniel y Cambil, escuchó entre la maleza lo que parecía el ruido de algún animal de gran tamaño. Con presteza se puso alerta, y cuando procedió a iniciar los pasos y seguir su caminata surgió en la oscuridad el espectro de varias alimañas, era una manada de lobos. 

Tierras salvajes del norte de España

 Su reacción debió ser instantánea, un gran olivo pareció su salvación, trepó en él mientras los animales saltaban intentado engancharlo con sus fauces para tirarlo al suelo; cogió la pistola y comenzó a disparar, hiriendo a varios de ellos, aunque la suerte no se alió con él, la rama donde se encontraba cedió, inició un movimiento descendente que lo colocó al alcance de las bestias, y tras agotar el cargador del arma debió ser arrastrado y devorado por la manada. Los padres del lugareño, al percatarse que su hijo no llegaba a la vivienda, fueron en su búsqueda, y al llegar al sitio donde todo ocurrió vieron los rastros y huellas de la masacre, encontrando solamente el calzado y el arma dispersos por el matorral.”

Cuando mis vecinos terminaron de contar la macabra historia, les pregunté el cómo habían descubierto todo lo sucedido si el muchacho iba solo, contestando ellos que fueron los indicios y señales los que dieron lugar a la reconstrucción de lo que pudo haber sucedido, pero lo certero era que aquel cambileño no volvió a aparecer jamás. Tras esta historia todos partimos hacia los catres; el descanso sería deseado y necesario para lo que me esperaba.

Primera etapa: Valle del Frontil – Castillo de Mata Bejid

Es el antiguo camino arriero que llevaba desde Noalejo hasta Cambil; el inicio entre olivos me  traslada a las cercanías de varios cortijos hasta llegar a un angosto arroyo, cruzándolo por el llamado Puente de Tierra; lugar original por ser una llanura que interrumpe la vaguada y por donde discurre, bajo suelo, la límpida agua, surgiendo de nuevo una vez atravesado dicho entorno. Prosigo hasta el cortijo de Cuatro Caminos, donde antaño se bifurcaban los senderos que iban hacia las poblaciones de Noalejo, Cambil, Carchelejo y Arbuniel, de ahí su acepción. 
Entre olivos sobre el sendero

No tardo demasiado en atravesar los primeros bosques de pino que me conducen, una vez pasada la arboleda y un seco barranco, hasta una senda pelada de vegetación y vertiginosa jalonada enfrente por el cerro de Casablanca. El sorprendente y acristalado sustrato yesífero permite que mis huellas marquen camino, desprendiéndose  a veces las láminas de yeso a mi paso. Tras la bajada, con el sonido de los ríos a mi siniestra, cruzo una cortijada con rastros de humanidad, aunque solo detecto una manada de cabras en el corral y varios cánidos dispuestos a que no usurpe su territorio.

A partir de aquí vuelven a aparecer diseminados los cortijos; las huertas entremezcladas con los olivares inundan todo el trayecto hasta atravesar el río Arbuniel, para a poca distancia volver a cruzar otro joven río, en este caso el Cambil. Ambos se unirán tierras abajo para desembocar en el Guadalbullón, afluente del gran río Betis. El estío se encuentra en su ocaso, lo que hace que muchas de las avecillas ribereñas tengan sus proles ya adultas y cercanas a la migración hacia las tierras sureñas africanas. 

Cortijo Cuatro Caminos

Un nativo de una de las aldeas cercanas que labraba su terruño, que por cierto parecía un ermitaño con su cabellera y poblada barba canosa, al verme se aproxima en mi caminar y me interroga, diciéndome que si esta pasada noche había notado la presencia de los marranos jabalíes, lo que yo le contesto que no había disfrutado de ese entorno en la anochecida anterior, siguiendo mi caminar en busca de la primera gran población del peregrinaje. Ese encuentro, y las hozaduras que poblaban el sustrato de los alrededores soteños, serían premonitorios sin imaginármelo, el destino me tenía preparado un nuevo acaecimiento en esas mismas quintas. 

Cortijo Casablanca

Este próximo trayecto del peregrinar será en todo momento lindero al río, ascendiendo profusamente hasta alcanzar la villa de Cambil. Los pájaros riparios transitan sin fin entre los sauces y choperas; mirlos, pinzones, herrerillos o carboneros saltan al agua a saciar las gargantas, para instantáneamente volver al sotobosque a sus atolondradas tropelías.

Al penetrar al pueblo me sorprenden las fiestas de su Virgen de Agosto, algo que no entraba en mis planes, ya que debía cargar los víveres para los dos días siguientes. Dejo la mochila en la puerta de la Iglesia y entro a su interior; como todas las casas de Dios de este país es una preciosidad, pero salgo ya que se inicia la homilía y mi aspecto campero no armoniza con la elegancia de los fieles asistentes. 

Cortijada tradicional dedicada al ganado

Decido ir a buscar dónde abastecerme, empero los establecimientos están todos cerrados y no consigo mi objetivo. Tras unas vueltas por la localidad, una de las tascas abre sus puertas y almuerzo con un bocadillo de queso y una hidratante cerveza. No tengo más espera, viendo que no tengo manera de aprovisionarme, zanjo que estas próximas jornadas serán frugales: me alimentaré de los cacahuetes que traigo del cortijo y de agua de los manantiales que encontraré por el camino.

Inicio la caminata por el barrio alto por la pista forestal que me llevará hacia la hacienda de Bornos. Son las horas de más calor y aunque me hallo en plena sierra, se aprecia aún los coletazos del verano andaluz. Una vez pasado el ascenso originario comienzo a transitar por uno de esos infinitos olivares que plagan esas serranías; la mochila cada vez se me hace más pesada, calculo cercana a los quince kilos, así que hago un alto en la llanura para echarme unos tragos de agua, estoy empapado en sudor. 

Río Cambil

Por fin tengo a la vista la enorme cortijada de Bornos, la circundo hasta bajar el repecho que me lleva hasta la carretera. Prosigo por ella buscando la inmensa casería de Mata Bejid, el bochorno es desolador aunque sé que en ella encontraré un refugio estacional que me aliviará el penar que llevo hasta ahora. Ahí está; en todas mis visitas a este precioso lugar nunca me había parecido tan imperioso, los chorros de agua suenan nada más entrar por sus hermosas callejuelas, sobresaliendo las fuentes saltaderas asilvestradas que emergen tras varios plátanos centenarios de sombra que presiden la entrada. 

Villa de Cambil

En el canapé de piedra cuyo respaldo es el tronco de uno de los viejos árboles hago reposar la mochila, me acerco hasta el majestuoso pilón y engullo la refrescante agua que emana de uno de sus rebosantes y continuos caños. Al volver al sentadero aparece un joven ataviado con la ropa de trabajo, espera a sus compañeros de cuadrilla para iniciar la inestimable labor de la protección de los bosques, de limpieza y control de las inmensas arboledas que aún perduran por estas serranías: pertenece al grupo Infoca, y es el que realiza el mantenimiento desinteresado de las zonas ajardinadas del lugar donde vive actualmente, la propia Mata Bejid. 

Camino de Bornos

Es el momento de reposar, así que asciendo hasta el cercano lagunillo y extiendo la esterilla lindando con varios y esplendorosos avellanos; aprovecho para cortar una de sus múltiples ramas y elaborar un “cayao” que será uno de mis compañeros durante toda la ruta. Un paseo por la hacienda me hace rememorar visitas anteriores: la asombrosa ermita presidida por su salpicante fuente de Las Ranas; el enorme molino de aceite que debió ser uno de los más importantes de estos contornos; las casas señoriales donde en siglos pasados estuvo asentado uno de los conventos de los Jesuitas; la antiquísima central hidroeléctrica; y el nacimiento del río Oviedo que transita por toda la hacienda y desemboca cauce abajo en el Cambil. 

Mata Bejid

Una prolongada siesta a la sombra de enormes cedros me reactiva; echo a los lomos la casa e inicio lo que serán las últimas horas de peregrinaje por hoy. Comienzo a subir adentrándome en el parque natural de Mágina, la temperatura se ha aplacado, y dejando atrás el olivar irrumpo en los bosques relictos de estos predios; robles y encinas hacen de la pista forestal un placer para los sentidos, donde la soledad, el avistamiento en la lontananza de grandes rapaces, además de las estruendosas voces de los arrendajos, me hacen sentirme uno más de ellos: un salvaje en tierra desconocida.

Con el crepúsculo ya avanzado arribo a la postrimería de esta jornada; se trata del afamado castillo de La Mata. 

Pilón de Mata Bejid

 Enfrente del mismo se halla un desorbitado aprisco en un estado aceptable donde no demasiado tiempo atrás debió ser el resguardo de ganado ovino y caprino, aunque ahora parece estar en desuso. La fortaleza está anclada sobre un roquedo desde donde se vislumbra todo el valle que lleva desde las cercanías de Cambil hasta las más altas cotas de sierra Mágina. Por su ubicación fue uno de los castillos donde se libraron grandes contiendas entre moros y cristianos para alzarse con la conquista de las comarcas sureñas de Jaén; esto lo hace un lugar único para un aventurero, donde la mente remedará las posibles pugnas que siglos atrás se desatarían en estos ejidos. 

Sesteando

Una escrupulosa revisión del terreno me hace decidir el campamento vivac bajo una vieja encina, arrellanado a la enorme era que linda con el baluarte, y que hará que posiblemente los espíritus de la noche medieval estén presentes en mis quimeras.

El retiro serreño buscado se torna cuando ya anochecido surge en un todoterreno un guarda de coto que al bajar me informa que ese es el lugar donde hace sus guardias, lo que me sorprende ya que desconozco esa labor de ellos. Pasamos alrededor de una hora charlando, el me pregunta qué hago allí y yo se lo revelo; a su vez aprovecho para ilustrarme en el mundo de los cotos de caza, que él, con la inocencia de su juventud me aporta con desparpajo. Me dice que su trabajo en esas horas nocturnas tiene un solo fin, y es controlar a los cazadores furtivos de ciervos que aprovechan la oscuridad y el aislamiento para conseguir sus clandestinas presas. 

Castillo de la Mata

Ya avanzada la noche, mientras seguíamos con nuestra plática y después de haber cenado mis cacahuetes, unas luces en la lejanía las detectó el guarda. Me aconsejó que guardáramos silencio y él se aproximó al camino forestal. Unos disparos de rifle se escucharon acullá, y tras una larga espera apareció un vehículo; conocía a los viajeros, pero los paró y registró el Citroën que llevaban. Al no encontrar nada los dejó marchar, acercándose de nuevo a mí para contarme algunas de sus experiencias que me dejaron perplejo: es puro bandolerismo de animales, los cazan sin permiso para cortarles la cabeza y venderla en el mercado negro; asombroso. 

La morada

Me despido del guarda y me aproximo a la tienda; va siendo hora de buscar el ensueño recordando algún encuentro paranormal que el mismo defensor del coto me había narrado, además de la experiencia de hace unos años en la cual en este mi vecino castillo se rodaron escenas sobrenaturales en el programa televisivo de Cuarto Milenio. La noche fue memorable, serena y fortalecedora de mi espíritu.

Segunda etapa: Castillo de Mata Bejid – Bélmez de la Moraleda

La madrugada da paso al amanecer; el estruendo de un vehículo de forestales me echa de la alcoba. El día es esplendoroso, sin embargo el helor matutino se marca en mis huesos y debo abrigarme. Los frutillos que serán mi sustento durante toda la jornada me revitalizan; recojo todos los bártulos y me despido de este entorno bélico ancestral. Con algún que otro dolor de espalda inicio la andada ascendiendo entre robles centenarios por el mismo camino forestal de ayer. Hoy transitaré por la ronda que envuelve los picos de Mágina, los de mayor altitud de Jaén, y donde los endemismos florísticos dan empaque a este paraje natural protegido. 

Entrencinas

El paisaje que rodea el caminar es muy atrayente; las huellas de ungulados y otros mamíferos dan una idea lo que podemos encontrarnos por aquí, algo que ocurre cuando en una de las curvaturas de la senda tres majestuosos ciervos en ristra la atraviesan en dos zancadas y desaparecen por el boscaje. Esto me anima, aligerando el paso imaginando que volverá a enajenarme algún que otro bicho deleitándome con sus instintivos desplazamientos.

Al pronto surge a la diestra una bifurcación que me hace dudar; la sigo y comienza a subir adquiriendo una orientación que me parece inadecuada según lo que yo tenía proyectado, así que vuelvo sobre mis pasos hasta el camino principal, permaneciendo en él hasta lo que sería el desvío certero, que antes de llegar al puerto de La Mata me mete en las altas sierras despobladas de arboleda por su altitud, dejando enfrente el pico Ponce y ascendiendo la senda en dirección oriente. 

Era entre batallas

Durante el transcurso por la zona de mayor altura, la travesía se muda llaneando bajo las cumbres; una manada de cabras monteses me mira con inquietud, mientras uno de los cabritillos se introduce al asustarse en un cerco de alambrada por el que no puede salir. Entro en su interior y con aspavientos lo llevo hasta la mimética puerta, y de ahí, mediante brincos, se allega hasta su madre.

Estos encuentros dan sentido a la marcha. El agua escasea, acabo de terminar la última cantimplora sabiendo que durante el trayecto no tardaré en hallar, según el mapa, la nominada fuente del Espino. De improviso surge la preciada fuente a mi diestra; justo enfrente del cerro Cárceles, una vez atravesado el valle que lo aleja de los picos principales, un enorme y alargado pilar plagado de vegetación acuática me hace salivar; sin embargo el caño es ínfimo, prácticamente gotea, y en una postura nada cómoda, con paciencia, logro volver a colmar el desecado recipiente. Sacio la sed y me refresco mediante garfadas, son las horas del día más calurosas y quiero aligerar el paso para llegar a algún sombrajo fresco para almorzar. 

Abrevadero ovino

Iniciando la bajada, a la siniestra, aparece de improviso una especie de oasis en estas sierras peladas, se trata de la fuente del Caño del Aguadero, que proporciona la suficiente agua para hacer brotar y sobrevivir a multitud de arboleda, entre ella una alameda inmensa que sobresale del desolador desierto pétreo. Aún me queda líquido bebible, así que decido no desviarme hacia la fuente, al inquietarme el no saber si mis expectativas de pernoctar en Bélmez me harían llegar de noche por un entorno salvaje y desconocido para mí.

Abandono el camino principal y tomo un sendero marcado a mi derecha que comienza a descender en el Hoyo de la Laguna; al atravesar próximo a un cortijo, una jauría de perros mastines ladran sin cesar, algo que me estremece al pensar que puedan estar sueltos, empero al escuchar las cadenas me cercioro que son las que los sujetan a diversos árboles de la entrada. Me retiro con premura hasta llegar a un arce que me proporciona la sombra y el sosiego que necesito para tomar las vituallas: doy por finalizada la sesión de cacahuetes por fin; espero no pasar falta ahora que busco el próximo pueblo. 

Bosque centenario

La estrecha senda sortea un tupido bosque de encinas acompañado de lentiscos y cornicabras. Al frente, en las zonas bajeras, se vislumbra el castillo de Bélmez, anclado en una emergente atalaya pétrea totalmente rodeado por un geométrico olivar. El caminar me lleva hasta una valla alambrada que me hace rodearla a su vera; sin saber cómo, me hallo fuera de senda y campo a través, aunque no voy mal orientado, sin embargo no consigo atravesar dicha valla que me obliga a irrumpir sobre matorral espinoso de cardos, aulagas, zarzas y escaramujos, marcándome las pantorrillas sus afiladas inyecciones puntiagudas.

Empiezo a inquietarme, el tiempo vespertino estaba cada vez más cercano y yo seguía perdido en ese monte cercado. No lo pienso más y salto la cerca, con la incertidumbre de que algún chucho protector estuviera rondando sus posesiones, algo que por suerte no ocurre, y en unos minutos me planto en una carretera sentándome  a descansar, una vez tranquilizado. Hace varias horas que me había quedado sin agua, y aunque sabía que pronto llegaría a algún cortijo o aldea, noto una inusual ansiedad por conseguir hidratarme. Aparece un vehículo y lo paro, le pregunto al labriego que lo conducía  lo que me queda para llegar al pueblo y me tranquiliza, son solo unos tres kilómetros, y aprovecho para saber si próxima podría existir alguna fuente, certificándome que no. Él, al verme desesperado, saca una botella y me la ofrece, yo la cojo y no la suelto hasta dejarla sin una gota: ni el oro más preciado habría satisfecho más a mi mente que aquel monumental trago. 

Fuente del Espino

Finalmente aparezco por Bélmez y encuentro una refrescante fuente; dejo el mochilón y me introduzco en su pilón para aliviar las urticarias y los arañazos de las piernas, me aseo como puedo no mirando para la gente que me observa con cautela: ¿Quién será ese energúmeno que se atreve a irrumpir en nuestro pulcro pilar?; pienso que comentan en sus atrapadas mentes.

Me introduzco por sus callejuelas y llego hasta otra de sus muchas fuentes; allí están de parloteo varios lugareños de edad avanzada, y aprovecho para entablar contacto con ellos. Uno de mis interrogantes es dónde pasar la noche, aclarándome ellos que allí no hay pensiones ni nada parecido, pero al comentarles que mi intención es dormir al raso, con una leve sonrisa me tachan de loco, aunque me indican que a las afueras, en cualquier olivar puedo descansar. El pequeño pueblo está abarrotado de gente en las calles; el verano da para eso en estos recónditos lugares donde los nativos vuelven a pasar sus veraneos. En esta ocasión los colmados están abiertos y me surto de embutidos y fruta, ha sido una de mis pesadillas en esta aventura, el no haber encontrado dónde reponer mis escasas viandas, tranquilizando de esta manera la obsesión. 

Salón comedor: El Arce

Me aposento en uno de los bancos de la plaza y observo cómo los paisanos se divierten en las atracciones repartidas por todo el recinto. Observo a mi diestra un enorme pilón rebosante en cuya pared posterior mana el agua que lo surte; me aproximo para intentar beber de nuevo ya que temo haberme deshidratado, sin embargo no consigo encontrar un caño. Uno de los nobles vecinos se me acerca llamándome la atención, y viéndome dubitativo me instruye en algo que desde pequeño no hacía: Para beber agua en este nacimiento hay que meter el hocico dentro de la poza; me dice, y yo lo hago con toda la firmeza que me trasmite. 

Fortaleza de Bélmez

Tras un par de horas haciendo tiempo, me siento en uno de los mesones con mi compañera en otra de las silletas, no me debo separar de ella porque allí transporto todas mis posesiones y no quisiera sufrir un hurto por un exceso de confianza.

Varias cervezas y un proteínico plato de carne satisface las penurias pasadas en las anteriores jornadas; un reposo necesario y la anochecida ya muy avanzada me hacen alzar las posaderas y dirigirme al barrio más altozano, donde me han indicado que parte el camino que me alejará de la villa. En las calles algunas familias y amigos se hallan acomodados en sillas y mecedoras con pláticas a veces desternillantes que me producen cierta envidia; al pasar cercano a una de ellas, solicitan mi atención, y yo con deferencia les escucho: ¿Dónde va usted a estas horas que esto está más oscuro que la boca de un lobo? Mi respuesta es palmaria: A dormir por esos campos de Dios. Me despiden cortésmente, imagino que pensando de dónde me habría escapado, y yo prosigo en busca de una nueva alcoba. 

Fuente de Bélmez de la Moraleda

No ha transcurrido ni una hora, con los ojos ya adaptados a la noche, cuando observo a mi siniestra un campo de olivos raso, y ahí decido montar mi campamento. La pequeña tienda y el saco los sitúo con esmero; la matraca de hoy debo reposarla para mantener el cuerpo en estado óptimo para las siguientes jornadas. La bóveda celeste estrellada, y el pueblecillo de Solera iluminado en la sierra de enfrente es lo último que veo antes de dormitar; unos ladridos de cercanos cortijos son la melodía que conducen a mi mente hacia lo onírico, la vara de avellano también.

Tercera etapa: Olivares de Bélmez – Río Cambil

Los primeros rayos de luz penetran por la fina tela; algunos lugareños acompañados de sus chuchos me parecen aproximarse a la tienda. Uno de esos perros olisquea el alrededor y es llamado por su amo. Doy rienda suelta a mis intestinos y recojo mi estancia; unas frutas y un buen trago de agua, mientras el sol calienta mi organismo, me revitaliza y comienzo el nuevo peregrinar. 
Nacimiento de Bélmez

La senda empieza a ascender buscando la ribera del río Gargantón; las raleas de pajarillos trajinan entre los sotos esquivándose entre ellos, los más alevines inician sus primeras capturas insectívoras antes de dejar las faldas de sus progenitores e iniciar las retuertas vidas que les depararán las siguientes primaveras.

En una mina, y posteriormente en una fuentecilla, recojo agua en mis cantimploras, no tengo certeza en un año tan poco pluviométrico que vuelva a encontrar en el largo caminar estival estos manantiales de subsistencia. Al cruzar el río, en las alturas, observo los acantilados del valle que culminan en el nacimiento del mismo; estas aguas descenderán hasta el Jandulilla que franqueará las vaguadas sureñas de esta serranía. 

Noche en el campamento

Desde los cortados, grupos de chovas planean escudriñando el salvaje entorno echando un reojo al paso de ese extraño peregrino que surca estos campos gozando del retraimiento y de la nostalgia de tiempos pasados.

En la cota más elevada del camino aflora sin esperarlo un mirador en el que paro con la intención de escrutar los paisajes emergentes: al este las sierras de Cazorla y Segura, y al sur Sierra Nevada. Prosigo contornado por el bosque de pino carrasco que ahora es el que inunda toda la serranía. El bochorno ha vuelto de nuevo a instalarse en el ambiente silvestre; el retumbo de la lánguida vara de avellano sobre la desecada tierra es melodía celestial para mis oídos, llevándome hasta una concentración esperada que me transporta hasta orbes apócrifos que dan rienda suelta a nuevos designios de una mente renacida en estos predios montanos. 

Amanecer frente a Solera

De improviso, cuando incluso el paisaje pasa desapercibido a mis ojos, una intrépida y joven culebrilla salta al camino; mi reacción es inmediata, troto tras ella para al menos identificarla, y aunque me resulta una víbora hembra, lo dudo, podría tratarse de alevines de ofidio de escalera o de cogulla. Se esfuma bajo la tosca y reinicio la andada.

Entre cantuesos, espinos y jarales agostados, los minúsculos y variopintos insectos pululan en busca del continuo alimento que les llevará a finiquitar posiblemente sus vidas durante el inicio otoñal. Las monteses trepan en cortados escabrosos que emanan hacia el cierzo, mientras grupúsculos de perdices hacen vibrar sus aleteos metálicos desvaneciéndose por los barrancos. 

Fuente en el camino del Gargantón

Paso por las aldeas dispersas de Cabritas, en tierras de Huelma, sin encontrarme con la ahora ya deseada fuente donde poder colmar las vasijas, secas al igual que mis labios desde horas atrás, y que tintinean recordándome a cada paso la imperiosa necesidad de volver a regenerar cada célula de mi cuerpo.

Este hecho me hace desesperar paulatinamente, según mis mapas debería haber encontrado un par de manantiales en el majestuoso sendero; este inicia el descenso, y en un cruce de caminos una señal informativa me alivia: me indica el área recreativa del Peralejo, lugar donde preveo almorzar e hidratarme finalmente. 

Angosturas de Mágina

De nuevo surgen los encinares y pies sueltos de grandes robles, señal inequívoca que penetro en el nombrado Peralejo. Aquí se halla el centro de interpretación del parque natural, lo que me lleva a asegurar que en sus instalaciones podre tomar la soñada agua. Empero ocurre otro imprevisto, el horario de cierre lo he traspasado, está todo sellado y desértico, así que deposito la mochila en la acera del edificio y me aproximo a una fuente que parece un sequeral donde en su resquebrajado pilarillo se ubican ramajes atraídos por el viento días atrás.

Ni una microscópica gotícula parece emanar del caño; sin embargo, como la esperanza es lo último que se pierde, aprieto la espita con desesperación anhelando estar errado, y de rondón brota el oro más preciado del caminante: otro de esos momentos que hay que experimentar para que tengamos meridiano qué somos y qué necesitamos verdaderamente. 

Mirador

Todo se transformó; monté, en la soledad del entorno un vivac con la esterilla y rodeado de las viandas que me quedaban, con las botijas repletas de agua y con la satisfacción de poder regalarme los sonidos del vientecillo que corría, junto al paso de avecillas, coronadas por el nido de halcón peregrino que yo ya conocía y que estaba enclavado en la pared vertiginosa que frente a mi improvisada estancia sobresalía de la vallejada y del bosque.

Lo tenía todo previsto para el gran banquete; solo me faltaba el aseo, algo que echaba de menos, ya que mis lavados de gato en ese momento no eran suficientes, así que escudriñé el terreno como un fastuoso buitre y una vez cerciorado de mi habitual soledad me introduje en el diminuto pilar en cueros, y me enfrasqué de arriba abajo haciendo desaparecer los efluvios indeseados, convirtiendo mi cuerpo en un límpido vergel. 

Centro de visitantes de Mata Bejid

A partir de aquí el camino me era conocido, no habría sorpresas, por lo que el sosiego penetró en mi mente y una vez saciado me tumbé; tenía toda la caída del atardecer para alcanzar la población de Cambil. La siesta ha sido de pijama y orinal.

Sobrepaso aún con la modorra a cuestas el nacimiento del río Oviedo con su fondo, entre los enormes álamos negros y plátanos,  espigado por las solariegas casas de Mata Bejid. La senda en esta ocasión está algo adulterada, pues me dirijo hacia Cambil por la linde de la cuneta de la propia carretera. Voy en todo momento aledaño al río, emanando cortijadas con sus huertas a pleno rendimiento estival; el agua no les falta, así que es un edén de flora tanto silvestre como labriega que me ampara siempre encajonado en el valle fluvial. 

Fuente del Peralejo

Repentinamente emerge de la ribera del río una sobrecogedora rapaz; mi primera impresión por su colorido blanquecino es que se trata de un águila calzada, observando que entre sus patas parece llevar una enorme y fino ramaje colgando. Extraigo los prismáticos de uno de los compartimentos de la mochila y la enfoco; mi estupor es manifiesto, estaba observando algo que en algunos de los documentales que tanto me habían ilustrado en televisión me entusiasmaban, era una rapaz que había capturado a su presa y la trasladaba al monte para engullirla antes de que otra alimaña se la pudiese despojar: se trataba de un águila culebrera con una serpiente sujeta por la garganta, colgando ya estrangulada.

Retomo el peregrinar hasta llegar a la población. A las seis de la tarde está todo hermético y solitario; aún los lugareños se mantendrán soñolientos a la espera de que se aplaque el tempero. Eso lo aprovecho, y sobre unas sillas del exterior de un mesón suelto mi morada y me apalanco retrepado; saco el libro y dedico mi tiempo a una lectura serena bajo el sonido calmoso del torrente de los caños de la bicentenaria fuente que perpetúa su deleite en los cambileños a lo largo del paso de los siglos. 

Águila Culebrera

Cuando anochezca quiero catar los productos gastronómicos de esta villa, así que dedico el crepúsculo en un paseo entre sus callejuelas y plazas ahora atestadas de infantes. Adquiero un bollo de pan y jamón serreño en un colmado para la jornada siguiente, haciendo tiempo hasta que repose en las puertas de un refectorio lindero al río, donde una esperada francachela aplacará mi denostado apetito.

Tras la tregua muscular y restablecidas mis energías alimenticias, vuelvo a cargar el macuto a la búsqueda de la morada soñada. Voy dejando atrás la población de Cambil con la anochecida cerrada por completo; la vista se vuelve a acostumbrar a la tenebrosa noche sin necesidad de encender la linterna que llevo a mano por si surge algo inesperado. Ahora el camino es a tiro hecho; inicio la ascensión del amplio sendero e intento no desviarme en la oscuridad por ninguna de las bifurcaciones que me encuentro, siempre siguiendo la terrosa vía principal. 

Fuente de Cambil

Los únicos sonidos que interrumpen el silencio de la oscura naturaleza son los cánidos que al aproximarme a sus cortijos ladran sin cesar, además de algún ruiseñor en los sotos del río a distancia, y un cárabo que insiste con los relinchos caballares en competencia con el más cercano maullar del pequeño mochuelo. Empero, inesperadamente, mis ojos detectan acercándose un ser que al principio no distingo, lo que me alerta por lo que pueda suceder; es de un tamaño considerable y cada vez se aproxima más en un silencio sepulcral. Echo mano al cuchillo en el instante que nos enfrentamos cuerpo a cuerpo; es ahí cuando lo distingo, es un muchacho de elevada estatura que al aproximarse se retira, al igual que yo, para dejar paso. Solo le digo que por poco no topamos, siendo su contestación: Sí.

Una vez separados cavilo qué opinión tendría ese ser del encuentro; la mía estaba clara: un tío extravagante o desesperado que habría salido de su casa en soledad buscando qué se yo en su interior. ¿Qué pensaría él de mí? 

El peregrino

El descenso del camino me lleva hasta el río de nuevo, sigo su navegar por la vereda hasta que encuentro el lugar donde desde el primer día pensé en dormitar. Me alejo del agua para tener mis oídos alerta ante cualquier contratiempo, algo que siempre deberemos hacer a la hora de acampar ya que el ruido del agua camufla al resto de resonancias, chasquidos o rumores; y así lo hago: monto el campamento a la luz de la linterna una vez despojado todo el suelo de ramaje de sauces y chopos.

La dormida está siendo algo más estridente de lo esperado. En la lontananza los perros, pero a mi alrededor escucho el guarrido de varios zorros, el ulular de un búho real y el hozar, muy próximos a la tienda, de una jauría de jabalíes. Fue el momento que comprendí el interrogo de aquel ermitaño cuando en la primera jornada pasé por ahí.

Cuarta etapa: Río Cambil – Valle del Frontil

Me duermo al comprobar que los marranos al olisquearme desaparecen de la escena. Descanso hasta el amanecer, cuando de súbito se escucha en las alturas los cantos metálicos de una banda de abejarucos, que aún sigue por estos entornos antes de volver a África, y el tamborileo de un picapinos buscándose el sustento en los viejos troncos de los álamos. 

Nocheando

Al emerger de mi morada me sorprende que la techumbre esté empapada; la humedad del río más el baño del rocío mañanero me hacen tener que limpiar la tienda antes de meterla en su bolsa estanco, un tiempo que no me agrada perder, aunque realmente eso es lo que poseo hoy: tiempo.

Todo se halla dispuesto para la marcha final. Observo que he pernoctado en un lodazal de hozaduras de jabalí, además de bajo un nogal donde efectivamente ha estado trajinando el pájaro carpintero esta mañana, como todas la mañanas del verano: tiene perforado el tronco con su potente pico, y esta madrugada no iba a ser diferente, el forastero era yo. A unos pasos cruzo el puentecillo que salva el río; en este punto recuerdo lo que me contaba no hace mucho una de las nativas mayores de las aldeas del Frontil. Me dijo que en una ocasión, cuando ella tenía unos cinco añillos, enfermó en los cortijos donde vivían, y el galeno se encontraba en Cambil; así que cogieron el burro y con ella sobre el lomo se dirigieron por el camino que yo llevaba en esos momentos hasta la villa. Al cruzar el río por este paso, no existía el puente y solían pasarlo atravesando por sus aguas. Es esa ocasión el agua estaba crecida, así que los padres tiraron del burro y con la niña a cuestas le obligaron a cruzarlo, recordando ella cómo el agua llegaba hasta la misma panza del animal, lo que le supuso un llanto al verse casi inundada por la crecida, aunque al final todo terminó bien y pudieron proseguir la caminata hasta la consulta del lejano médico. Eran tiempos de penuria. 

Amanecer bajo el nogal

Cada vez está más cerca el final de mi aventura. Al atravesar el Puente de Tierra, ya en el mismo Valle, una familia de verdirrojos pitos reales me da la bienvenida, son un trío e imagino que se trata de una pareja con su churumbel. Voy por uno de tantos olivares que me dirige hasta la misma puerta del cortijo, donde doy gracias por lo vivido a la patrona del Frontil: la Virgen de Fátima. Un camino salvaje y peregrino que me ha trasladado una vez más a lo que realmente somos: naturaleza.

 Tiempo de caminata:

Primera etapa: Frontil-Cambil: 2 horas. Cambil-Mata Bejid: 3 horas. Mata Bejid-Castillo: 1'30 horas.

Segunda etapa: Castillo-Fuente del Aguadero: 4 horas. Fuente del Aguadero-Bélmez: 3 horas. Bélmez-Olivar de pernocta: 1 hora.

Tercera etapa: Olivar-Centro de visitantes de Mata Bejid: 4'30 horas. Centro de visitantes-Cambil: 2 horas. Cambil-Río pernocta: 1 hora.

Cuarta etapa: Río-Frontil: 1'30 horas.

 

Aguas de Mágina