Como
ocurre en prácticamente todos los pueblos de España, la comarca de sierra
Mágina, en Jaén, mantiene desde siglos atrás hasta la actualidad las tradiciones
católicas en cada uno de sus rincones. En esta ocasión he querido realizar una
peregrinación en solitario por algunos de esos lugares con la intención de
abstraerme de aquello que más caracteriza al ser humano, la socialización,
reencontrándome con mi ego, con mi espíritu y con mi propia mente. La aventura
real ha consistido en recorrer con la morada a cuestas los entornos montanos de
tres poblaciones de esta maravillosa sierra: los de Cambil, Bélmez de la
Moraleda y Huelma; conjugando así los atributos deportivos de supervivencia, los
mentales, espirituales, y los religiosos.
La
soledad no ha sido real; la excelsa biodiversidad de ese trozo de naturaleza y
la cercanía de las Patronas de las nombradas poblaciones: Virgen del Rosario,
Virgen de la Paz y Virgen de la Fuensanta, me han hecho sentirme acompañado y
arropado en cada instante vivido.
Durante la jornada previa me desplacé hasta el valle del Frontil, desde allí, desde el pilar de Santiago, bendecido por la Patrona del Valle, la Virgen de Fátima, iniciaría la andadura al día siguiente. Lo que parecían unos insulsos momentos se tornaron en una enriquecedora plática cuando mis vecinos me invitaron a cenar al anochecer, aceptando con gusto tales placeres.
Pilar de Santiago (Frontil) |
Nuestra
relación desde un par de lustros atrás hacía que tuviéramos un conocimiento
mutuo suficiente como para utilizar el verbo en cada preciso momento. Pronto me
preguntaron qué pretendía, y yo, gustoso, les conté mi nueva aventura, tras la
cual, no sorprendiéndoles demasiado por mis correrías anteriores, decidieron
dejarme claro algo de lo que ellos conocían muy bien: eran nativos de esta
serranía, y en su mente poseían remembranzas que podrían ser de mi interés.
El parlamento se alargaba coetáneo a la anochecida; quisieron advertirme que estos predios no eran todo lo seguros que yo imaginaba, y se dispusieron a narrarme algunos acontecimientos pasados. Fue el instante en que yo, mostrando mi firme propósito de perderme por los montes del derredor silvestre, les pedí que antes de proseguir con sus leyendas me permitieran dar a conocer historias recién contadas en mi último viaje al norte de España; de esta manera pretendía que intuyeran que mi espíritu se hallaba mucho más allá de unas simples hablillas de tiempos pretéritos, que lo que sí favorecían sin lugar a dudas era mi fortaleza mental. Así comencé el relato:
Aldea asturiana |
“Un viaje por el norte de España siempre es atractivo para los sureños peninsulares. En esta ocasión decidimos partir dos parejas a la zona lindera de León y Asturias, más concretamente a los parques naturales y nacionales de Picos de Europa, Somiedo y Redes. Nuestro principal reto era llegar a observar a los úrsidos en estado salvaje, y si había algún lugar donde poder disfrutar de esa experiencia era allí, donde se halla el mayor número de osos de toda la Península. Habíamos concertado estancia en tres pueblecillos de no más de cuarenta lugareños; nuestra intención era convivir en unos espacios naturales los más próximos a dichos plantígrados. Realizamos caminatas por senderos plagados de señales de ellos, alguna que otra huella, excrementos con huesos de cerezas que los delataban, nos apostamos en uno de los miradores observatorios más eficaces del parque de Somiedo; sin embargo no tuvimos la suerte, entre comillas, de tropezarnos con ellos.
Picos de Europa |
Cuando llegamos a una de las aldeas donde íbamos a pernoctar, Pigüeña, preguntamos a nuestra octogenaria casera por los míticos animales, y ella, con naturalidad, nos trasladó el último encuentro que había tenido con los osos en una de sus salidas matutinas antes del amanecer, durante la primavera pasada. Nos dijo que como todas las mañanas salió con su pequeño perro por el sendero que llevaba a la sierra, acompañada de su linterna y la vara de avellano; no muy lejos de la aldea observó cómo su can se lanzaba fuera del camino, y preocupada aligeró el paso para ver la razón. Antes de llegar, una gran sombra si interpuso unos metros por delante, encendió la lucerna y allí estaba, era uno oso mediano en tamaño que cruzó la mirada con ella, y tras unos segundos de duda estremeció sus garras y echó a andar retirándose entre el boscaje del rosáceo brezal. Al instante volvió el perro y ambos regresaron al hogar; fue uno de los muchos encuentros que por estas tierras tenían con demasiada asiduidad.
Historias de osos |
Al
atardecer del día siguiente, volvimos a toparnos con dos aldeanos que
reconstruían un muro de piedra, y nosotros, ávidos de esas leyendas, volvimos a
interrogarles, mostrándose ellos entusiasmados con dar a conocer lo que había
sido y era su tradicional vida a unos pueblerinos del sur ansiosos por escuchar
aquellas sabias y sorprendentes narraciones.
El más joven y extrovertido, los setenta ya no los cumplía, nos comentó que poseía en las brañas una cabaña de vacas y que sus mastines se encargaban de protegerlas del ataque de lobos y a veces de algún oso. Este instó al compañero, que brincaba de los ochenta, a que nos contara lo que le sucedió a un vecino cuando era joven en un campo cercano de donde nos encontrábamos, y él, deseoso de embelesarnos, comenzó su charla. Nos trasladó que aquel amigo, de una edad similar a la suya, cuando era mozuelo observó en una de sus correrías un par de oseznos que jugaban en la puerta de su hórreo; su juventud e inexperiencia le hizo hostigarlos trotando tras ellos, sin pensar que cerca podía andar la protectora madre.
Bosque de helechos con huellas de úrsidos |
Al poco apareció la osa saliendo desde un corrillo de
arbustos donde estaría enfrascada engullendo sus arándanos y comenzó a
perseguirlo, acudiendo a la llamada de sus retoños. El nativo corrió como pudo
y se refugió en el interior de un frondoso avellano, entre su múltiple ramaje,
y al llegar la osa intentó abrazarlo para acabar con él. Las varas del árbol
fueron su salvación, ya que solo pudo engancharle un muslo, y aunque quedo muy
mal herido salvó la vida; los padres lo encontraron inconsciente entre la
avellaneda, sin rastro alguno de los temibles animales”.
Tras la
narración de estos encuentros con los osos mis vecinos quedaron algo
pensativos, insistiéndoles yo que ese ataque fue protector, y que cualquier
animal, incluidos nosotros, actuaríamos de igual modo ante la protección de
nuestra prole. Ellos se miraron con recelo, ambos son cazadores, y comenzaron a
contarme lo ocurrido aproximadamente hacía un siglo por estos predios que yo
ahora quería recorrer.
Después
de un buen trago pertinente de cerveza, uno de ellos inició el relato
diciéndome con una seguridad pasmosa que si en estos momentos él se encontrara
con un lobo en un camino, y portara la escopeta, no dudaría ni un instante en
intentar matarlo, algo que me sorprendió pero que él justificó por la historia
que ahora me iban a contar.
“Tiempo atrás, cuando aún los lobos surcaban estas tierras, un paisano de Cambil se echó una novia en los cortijos cercanos adonde ahora estamos cenando, camino de Noalejo. Un domingo vino a visitarla y a pasar el día con ella y su familia, pero se le hizo tarde y ya oscurecido volvió hacia su pueblo. Era un muchacho fuerte, seguro de sí mismo, y aunque en alguna ocasión se había encontrado con los lobos siempre habían huido; sin embargo, como protección solía llevar una pistola encajada en el cincho de sus calzones. Cuando llevaba más de una hora de andada, antes de llegar al cruce de los ríos Arbuniel y Cambil, escuchó entre la maleza lo que parecía el ruido de algún animal de gran tamaño. Con presteza se puso alerta, y cuando procedió a iniciar los pasos y seguir su caminata surgió en la oscuridad el espectro de varias alimañas, era una manada de lobos.
Tierras salvajes del norte de España |
Su reacción debió ser instantánea, un gran olivo pareció su
salvación, trepó en él mientras los animales saltaban intentado engancharlo con
sus fauces para tirarlo al suelo; cogió la pistola y comenzó a disparar,
hiriendo a varios de ellos, aunque la suerte no se alió con él, la rama donde se
encontraba cedió, inició un movimiento descendente que lo colocó al alcance de
las bestias, y tras agotar el cargador del arma debió ser arrastrado y devorado
por la manada. Los padres del lugareño, al percatarse que su hijo no llegaba a
la vivienda, fueron en su búsqueda, y al llegar al sitio donde todo ocurrió
vieron los rastros y huellas de la masacre, encontrando solamente el calzado y
el arma dispersos por el matorral.”
Cuando
mis vecinos terminaron de contar la macabra historia, les pregunté el cómo habían
descubierto todo lo sucedido si el muchacho iba solo, contestando ellos que
fueron los indicios y señales los que dieron lugar a la reconstrucción de lo
que pudo haber sucedido, pero lo certero era que aquel cambileño no volvió a
aparecer jamás. Tras esta historia todos partimos hacia los catres; el descanso
sería deseado y necesario para lo que me esperaba.
Primera etapa: Valle del Frontil – Castillo de Mata Bejid
Es el antiguo camino arriero que llevaba desde Noalejo hasta Cambil; el inicio entre olivos me traslada a las cercanías de varios cortijos hasta llegar a un angosto arroyo, cruzándolo por el llamado Puente de Tierra; lugar original por ser una llanura que interrumpe la vaguada y por donde discurre, bajo suelo, la límpida agua, surgiendo de nuevo una vez atravesado dicho entorno. Prosigo hasta el cortijo de Cuatro Caminos, donde antaño se bifurcaban los senderos que iban hacia las poblaciones de Noalejo, Cambil, Carchelejo y Arbuniel, de ahí su acepción.Entre olivos sobre el sendero |
No tardo demasiado en atravesar los primeros bosques de pino que me conducen, una vez pasada la arboleda y un seco barranco, hasta una senda pelada de vegetación y vertiginosa jalonada enfrente por el cerro de Casablanca. El sorprendente y acristalado sustrato yesífero permite que mis huellas marquen camino, desprendiéndose a veces las láminas de yeso a mi paso. Tras la bajada, con el sonido de los ríos a mi siniestra, cruzo una cortijada con rastros de humanidad, aunque solo detecto una manada de cabras en el corral y varios cánidos dispuestos a que no usurpe su territorio.
A partir de aquí vuelven a aparecer diseminados los cortijos; las huertas entremezcladas con los olivares inundan todo el trayecto hasta atravesar el río Arbuniel, para a poca distancia volver a cruzar otro joven río, en este caso el Cambil. Ambos se unirán tierras abajo para desembocar en el Guadalbullón, afluente del gran río Betis. El estío se encuentra en su ocaso, lo que hace que muchas de las avecillas ribereñas tengan sus proles ya adultas y cercanas a la migración hacia las tierras sureñas africanas.
Cortijo Cuatro Caminos |
Un nativo de una de las aldeas cercanas que labraba su terruño, que por cierto parecía un ermitaño con su cabellera y poblada barba canosa, al verme se aproxima en mi caminar y me interroga, diciéndome que si esta pasada noche había notado la presencia de los marranos jabalíes, lo que yo le contesto que no había disfrutado de ese entorno en la anochecida anterior, siguiendo mi caminar en busca de la primera gran población del peregrinaje. Ese encuentro, y las hozaduras que poblaban el sustrato de los alrededores soteños, serían premonitorios sin imaginármelo, el destino me tenía preparado un nuevo acaecimiento en esas mismas quintas.
Cortijo Casablanca |
Este
próximo trayecto del peregrinar será en todo momento lindero al río,
ascendiendo profusamente hasta alcanzar la villa de Cambil. Los pájaros
riparios transitan sin fin entre los sauces y choperas; mirlos, pinzones,
herrerillos o carboneros saltan al agua a saciar las gargantas, para
instantáneamente volver al sotobosque a sus atolondradas tropelías.
Al penetrar al pueblo me sorprenden las fiestas de su Virgen de Agosto, algo que no entraba en mis planes, ya que debía cargar los víveres para los dos días siguientes. Dejo la mochila en la puerta de la Iglesia y entro a su interior; como todas las casas de Dios de este país es una preciosidad, pero salgo ya que se inicia la homilía y mi aspecto campero no armoniza con la elegancia de los fieles asistentes.
Cortijada tradicional dedicada al ganado |
Decido
ir a buscar dónde abastecerme, empero los establecimientos están todos cerrados
y no consigo mi objetivo. Tras unas vueltas por la localidad, una de las tascas
abre sus puertas y almuerzo con un bocadillo de queso y una hidratante cerveza.
No tengo más espera, viendo que no tengo manera de aprovisionarme, zanjo que
estas próximas jornadas serán frugales: me alimentaré de los cacahuetes que
traigo del cortijo y de agua de los manantiales que encontraré por el camino.
Inicio la caminata por el barrio alto por la pista forestal que me llevará hacia la hacienda de Bornos. Son las horas de más calor y aunque me hallo en plena sierra, se aprecia aún los coletazos del verano andaluz. Una vez pasado el ascenso originario comienzo a transitar por uno de esos infinitos olivares que plagan esas serranías; la mochila cada vez se me hace más pesada, calculo cercana a los quince kilos, así que hago un alto en la llanura para echarme unos tragos de agua, estoy empapado en sudor.
Río Cambil |
Por fin tengo a la vista la enorme cortijada de Bornos, la circundo hasta bajar el repecho que me lleva hasta la carretera. Prosigo por ella buscando la inmensa casería de Mata Bejid, el bochorno es desolador aunque sé que en ella encontraré un refugio estacional que me aliviará el penar que llevo hasta ahora. Ahí está; en todas mis visitas a este precioso lugar nunca me había parecido tan imperioso, los chorros de agua suenan nada más entrar por sus hermosas callejuelas, sobresaliendo las fuentes saltaderas asilvestradas que emergen tras varios plátanos centenarios de sombra que presiden la entrada.
Villa de Cambil |
En el canapé de piedra cuyo respaldo es el tronco de uno de los viejos árboles hago reposar la mochila, me acerco hasta el majestuoso pilón y engullo la refrescante agua que emana de uno de sus rebosantes y continuos caños. Al volver al sentadero aparece un joven ataviado con la ropa de trabajo, espera a sus compañeros de cuadrilla para iniciar la inestimable labor de la protección de los bosques, de limpieza y control de las inmensas arboledas que aún perduran por estas serranías: pertenece al grupo Infoca, y es el que realiza el mantenimiento desinteresado de las zonas ajardinadas del lugar donde vive actualmente, la propia Mata Bejid.
Camino de Bornos |
Es el momento de reposar, así que asciendo hasta el cercano lagunillo y extiendo la esterilla lindando con varios y esplendorosos avellanos; aprovecho para cortar una de sus múltiples ramas y elaborar un “cayao” que será uno de mis compañeros durante toda la ruta. Un paseo por la hacienda me hace rememorar visitas anteriores: la asombrosa ermita presidida por su salpicante fuente de Las Ranas; el enorme molino de aceite que debió ser uno de los más importantes de estos contornos; las casas señoriales donde en siglos pasados estuvo asentado uno de los conventos de los Jesuitas; la antiquísima central hidroeléctrica; y el nacimiento del río Oviedo que transita por toda la hacienda y desemboca cauce abajo en el Cambil.
Mata Bejid |
Una
prolongada siesta a la sombra de enormes cedros me reactiva; echo a los lomos
la casa e inicio lo que serán las últimas horas de peregrinaje por hoy.
Comienzo a subir adentrándome en el parque natural de Mágina, la temperatura se
ha aplacado, y dejando atrás el olivar irrumpo en los bosques relictos de estos
predios; robles y encinas hacen de la pista forestal un placer para los
sentidos, donde la soledad, el avistamiento en la lontananza de grandes
rapaces, además de las estruendosas voces de los arrendajos, me hacen sentirme
uno más de ellos: un salvaje en tierra desconocida.
Con el crepúsculo ya avanzado arribo a la postrimería de esta jornada; se trata del afamado castillo de La Mata.
Pilón de Mata Bejid |
Enfrente del mismo se halla un desorbitado aprisco en un estado aceptable donde no demasiado tiempo atrás debió ser el resguardo de ganado ovino y caprino, aunque ahora parece estar en desuso. La fortaleza está anclada sobre un roquedo desde donde se vislumbra todo el valle que lleva desde las cercanías de Cambil hasta las más altas cotas de sierra Mágina. Por su ubicación fue uno de los castillos donde se libraron grandes contiendas entre moros y cristianos para alzarse con la conquista de las comarcas sureñas de Jaén; esto lo hace un lugar único para un aventurero, donde la mente remedará las posibles pugnas que siglos atrás se desatarían en estos ejidos.
Sesteando |
Una
escrupulosa revisión del terreno me hace decidir el campamento vivac bajo una
vieja encina, arrellanado a la enorme era que linda con el baluarte, y que hará
que posiblemente los espíritus de la noche medieval estén presentes en mis quimeras.
El retiro serreño buscado se torna cuando ya anochecido surge en un todoterreno un guarda de coto que al bajar me informa que ese es el lugar donde hace sus guardias, lo que me sorprende ya que desconozco esa labor de ellos. Pasamos alrededor de una hora charlando, el me pregunta qué hago allí y yo se lo revelo; a su vez aprovecho para ilustrarme en el mundo de los cotos de caza, que él, con la inocencia de su juventud me aporta con desparpajo. Me dice que su trabajo en esas horas nocturnas tiene un solo fin, y es controlar a los cazadores furtivos de ciervos que aprovechan la oscuridad y el aislamiento para conseguir sus clandestinas presas.
Castillo de la Mata |
Ya avanzada la noche, mientras seguíamos con nuestra plática y después de haber cenado mis cacahuetes, unas luces en la lejanía las detectó el guarda. Me aconsejó que guardáramos silencio y él se aproximó al camino forestal. Unos disparos de rifle se escucharon acullá, y tras una larga espera apareció un vehículo; conocía a los viajeros, pero los paró y registró el Citroën que llevaban. Al no encontrar nada los dejó marchar, acercándose de nuevo a mí para contarme algunas de sus experiencias que me dejaron perplejo: es puro bandolerismo de animales, los cazan sin permiso para cortarles la cabeza y venderla en el mercado negro; asombroso.
La morada |
Me
despido del guarda y me aproximo a la tienda; va siendo hora de buscar el
ensueño recordando algún encuentro paranormal que el mismo defensor del coto me
había narrado, además de la experiencia de hace unos años en la cual en este mi
vecino castillo se rodaron escenas sobrenaturales en el programa televisivo de
Cuarto Milenio. La noche fue memorable, serena y fortalecedora de mi espíritu.
Segunda etapa: Castillo de Mata
Bejid – Bélmez de la Moraleda
La madrugada da paso al amanecer; el estruendo de un vehículo de forestales me echa de la alcoba. El día es esplendoroso, sin embargo el helor matutino se marca en mis huesos y debo abrigarme. Los frutillos que serán mi sustento durante toda la jornada me revitalizan; recojo todos los bártulos y me despido de este entorno bélico ancestral. Con algún que otro dolor de espalda inicio la andada ascendiendo entre robles centenarios por el mismo camino forestal de ayer. Hoy transitaré por la ronda que envuelve los picos de Mágina, los de mayor altitud de Jaén, y donde los endemismos florísticos dan empaque a este paraje natural protegido.
Entrencinas |
El
paisaje que rodea el caminar es muy atrayente; las huellas de ungulados y otros
mamíferos dan una idea lo que podemos encontrarnos por aquí, algo que ocurre
cuando en una de las curvaturas de la senda tres majestuosos ciervos en ristra
la atraviesan en dos zancadas y desaparecen por el boscaje. Esto me anima,
aligerando el paso imaginando que volverá a enajenarme algún que otro bicho
deleitándome con sus instintivos desplazamientos.
Al pronto surge a la diestra una bifurcación que me hace dudar; la sigo y comienza a subir adquiriendo una orientación que me parece inadecuada según lo que yo tenía proyectado, así que vuelvo sobre mis pasos hasta el camino principal, permaneciendo en él hasta lo que sería el desvío certero, que antes de llegar al puerto de La Mata me mete en las altas sierras despobladas de arboleda por su altitud, dejando enfrente el pico Ponce y ascendiendo la senda en dirección oriente.
Era entre batallas |
Durante
el transcurso por la zona de mayor altura, la travesía se muda llaneando bajo
las cumbres; una manada de cabras monteses me mira con inquietud, mientras uno
de los cabritillos se introduce al asustarse en un cerco de alambrada por el
que no puede salir. Entro en su interior y con aspavientos lo llevo hasta la
mimética puerta, y de ahí, mediante brincos, se allega hasta su madre.
Estos encuentros dan sentido a la marcha. El agua escasea, acabo de terminar la última cantimplora sabiendo que durante el trayecto no tardaré en hallar, según el mapa, la nominada fuente del Espino. De improviso surge la preciada fuente a mi diestra; justo enfrente del cerro Cárceles, una vez atravesado el valle que lo aleja de los picos principales, un enorme y alargado pilar plagado de vegetación acuática me hace salivar; sin embargo el caño es ínfimo, prácticamente gotea, y en una postura nada cómoda, con paciencia, logro volver a colmar el desecado recipiente. Sacio la sed y me refresco mediante garfadas, son las horas del día más calurosas y quiero aligerar el paso para llegar a algún sombrajo fresco para almorzar.
Abrevadero ovino |
Iniciando
la bajada, a la siniestra, aparece de improviso una especie de oasis en estas
sierras peladas, se trata de la fuente del Caño del Aguadero, que proporciona
la suficiente agua para hacer brotar y sobrevivir a multitud de arboleda, entre
ella una alameda inmensa que sobresale del desolador desierto pétreo. Aún me
queda líquido bebible, así que decido no desviarme hacia la fuente, al
inquietarme el no saber si mis expectativas de pernoctar en Bélmez me harían
llegar de noche por un entorno salvaje y desconocido para mí.
Abandono el camino principal y tomo un sendero marcado a mi derecha que comienza a descender en el Hoyo de la Laguna; al atravesar próximo a un cortijo, una jauría de perros mastines ladran sin cesar, algo que me estremece al pensar que puedan estar sueltos, empero al escuchar las cadenas me cercioro que son las que los sujetan a diversos árboles de la entrada. Me retiro con premura hasta llegar a un arce que me proporciona la sombra y el sosiego que necesito para tomar las vituallas: doy por finalizada la sesión de cacahuetes por fin; espero no pasar falta ahora que busco el próximo pueblo.
Bosque centenario |
La
estrecha senda sortea un tupido bosque de encinas acompañado de lentiscos y
cornicabras. Al frente, en las zonas bajeras, se vislumbra el castillo de
Bélmez, anclado en una emergente atalaya pétrea totalmente rodeado por un
geométrico olivar. El caminar me lleva hasta una valla alambrada que me hace
rodearla a su vera; sin saber cómo, me hallo fuera de senda y campo a través,
aunque no voy mal orientado, sin embargo no consigo atravesar dicha valla que
me obliga a irrumpir sobre matorral espinoso de cardos, aulagas, zarzas y
escaramujos, marcándome las pantorrillas sus afiladas inyecciones puntiagudas.
Empiezo a inquietarme, el tiempo vespertino estaba cada vez más cercano y yo seguía perdido en ese monte cercado. No lo pienso más y salto la cerca, con la incertidumbre de que algún chucho protector estuviera rondando sus posesiones, algo que por suerte no ocurre, y en unos minutos me planto en una carretera sentándome a descansar, una vez tranquilizado. Hace varias horas que me había quedado sin agua, y aunque sabía que pronto llegaría a algún cortijo o aldea, noto una inusual ansiedad por conseguir hidratarme. Aparece un vehículo y lo paro, le pregunto al labriego que lo conducía lo que me queda para llegar al pueblo y me tranquiliza, son solo unos tres kilómetros, y aprovecho para saber si próxima podría existir alguna fuente, certificándome que no. Él, al verme desesperado, saca una botella y me la ofrece, yo la cojo y no la suelto hasta dejarla sin una gota: ni el oro más preciado habría satisfecho más a mi mente que aquel monumental trago.
Fuente del Espino |
Finalmente
aparezco por Bélmez y encuentro una refrescante fuente; dejo el mochilón y me
introduzco en su pilón para aliviar las urticarias y los arañazos de las
piernas, me aseo como puedo no mirando para la gente que me observa con
cautela: ¿Quién será ese energúmeno que se atreve a irrumpir en nuestro pulcro
pilar?; pienso que comentan en sus atrapadas mentes.
Me introduzco por sus callejuelas y llego hasta otra de sus muchas fuentes; allí están de parloteo varios lugareños de edad avanzada, y aprovecho para entablar contacto con ellos. Uno de mis interrogantes es dónde pasar la noche, aclarándome ellos que allí no hay pensiones ni nada parecido, pero al comentarles que mi intención es dormir al raso, con una leve sonrisa me tachan de loco, aunque me indican que a las afueras, en cualquier olivar puedo descansar. El pequeño pueblo está abarrotado de gente en las calles; el verano da para eso en estos recónditos lugares donde los nativos vuelven a pasar sus veraneos. En esta ocasión los colmados están abiertos y me surto de embutidos y fruta, ha sido una de mis pesadillas en esta aventura, el no haber encontrado dónde reponer mis escasas viandas, tranquilizando de esta manera la obsesión.
Salón comedor: El Arce |
Me aposento en uno de los bancos de la plaza y observo cómo los paisanos se divierten en las atracciones repartidas por todo el recinto. Observo a mi diestra un enorme pilón rebosante en cuya pared posterior mana el agua que lo surte; me aproximo para intentar beber de nuevo ya que temo haberme deshidratado, sin embargo no consigo encontrar un caño. Uno de los nobles vecinos se me acerca llamándome la atención, y viéndome dubitativo me instruye en algo que desde pequeño no hacía: Para beber agua en este nacimiento hay que meter el hocico dentro de la poza; me dice, y yo lo hago con toda la firmeza que me trasmite.
Fortaleza de Bélmez |
Tras un
par de horas haciendo tiempo, me siento en uno de los mesones con mi compañera
en otra de las silletas, no me debo separar de ella porque allí transporto
todas mis posesiones y no quisiera sufrir un hurto por un exceso de confianza.
Varias cervezas y un proteínico plato de carne satisface las penurias pasadas en las anteriores jornadas; un reposo necesario y la anochecida ya muy avanzada me hacen alzar las posaderas y dirigirme al barrio más altozano, donde me han indicado que parte el camino que me alejará de la villa. En las calles algunas familias y amigos se hallan acomodados en sillas y mecedoras con pláticas a veces desternillantes que me producen cierta envidia; al pasar cercano a una de ellas, solicitan mi atención, y yo con deferencia les escucho: ¿Dónde va usted a estas horas que esto está más oscuro que la boca de un lobo? Mi respuesta es palmaria: A dormir por esos campos de Dios. Me despiden cortésmente, imagino que pensando de dónde me habría escapado, y yo prosigo en busca de una nueva alcoba.
Fuente de Bélmez de la Moraleda |
No ha
transcurrido ni una hora, con los ojos ya adaptados a la noche, cuando observo
a mi siniestra un campo de olivos raso, y ahí decido montar mi campamento. La
pequeña tienda y el saco los sitúo con esmero; la matraca de hoy debo reposarla
para mantener el cuerpo en estado óptimo para las siguientes jornadas. La
bóveda celeste estrellada, y el pueblecillo de Solera iluminado en la sierra de
enfrente es lo último que veo antes de dormitar; unos ladridos de cercanos
cortijos son la melodía que conducen a mi mente hacia lo onírico, la vara de
avellano también.
Tercera etapa: Olivares de Bélmez
– Río Cambil
Nacimiento de Bélmez |
La senda
empieza a ascender buscando la ribera del río Gargantón; las raleas de
pajarillos trajinan entre los sotos esquivándose entre ellos, los más alevines
inician sus primeras capturas insectívoras antes de dejar las faldas de sus
progenitores e iniciar las retuertas vidas que les depararán las siguientes
primaveras.
En una mina, y posteriormente en una fuentecilla, recojo agua en mis cantimploras, no tengo certeza en un año tan poco pluviométrico que vuelva a encontrar en el largo caminar estival estos manantiales de subsistencia. Al cruzar el río, en las alturas, observo los acantilados del valle que culminan en el nacimiento del mismo; estas aguas descenderán hasta el Jandulilla que franqueará las vaguadas sureñas de esta serranía.
Noche en el campamento |
Desde
los cortados, grupos de chovas planean escudriñando el salvaje entorno echando
un reojo al paso de ese extraño peregrino que surca estos campos gozando del
retraimiento y de la nostalgia de tiempos pasados.
En la cota más elevada del camino aflora sin esperarlo un mirador en el que paro con la intención de escrutar los paisajes emergentes: al este las sierras de Cazorla y Segura, y al sur Sierra Nevada. Prosigo contornado por el bosque de pino carrasco que ahora es el que inunda toda la serranía. El bochorno ha vuelto de nuevo a instalarse en el ambiente silvestre; el retumbo de la lánguida vara de avellano sobre la desecada tierra es melodía celestial para mis oídos, llevándome hasta una concentración esperada que me transporta hasta orbes apócrifos que dan rienda suelta a nuevos designios de una mente renacida en estos predios montanos.
Amanecer frente a Solera |
De
improviso, cuando incluso el paisaje pasa desapercibido a mis ojos, una
intrépida y joven culebrilla salta al camino; mi reacción es inmediata, troto
tras ella para al menos identificarla, y aunque me resulta una víbora hembra,
lo dudo, podría tratarse de alevines de ofidio de escalera o de cogulla. Se
esfuma bajo la tosca y reinicio la andada.
Entre
cantuesos, espinos y jarales agostados, los minúsculos y variopintos insectos
pululan en busca del continuo alimento que les llevará a finiquitar
posiblemente sus vidas durante el inicio otoñal. Las monteses trepan en cortados
escabrosos que emanan hacia el cierzo, mientras grupúsculos de perdices hacen
vibrar sus aleteos metálicos desvaneciéndose por los barrancos. Fuente en el camino del Gargantón
Paso por
las aldeas dispersas de Cabritas, en tierras de Huelma, sin encontrarme con la
ahora ya deseada fuente donde poder colmar las vasijas, secas al igual que mis
labios desde horas atrás, y que tintinean recordándome a cada paso la imperiosa
necesidad de volver a regenerar cada célula de mi cuerpo.
Este
hecho me hace desesperar paulatinamente, según mis mapas debería haber
encontrado un par de manantiales en el majestuoso sendero; este inicia el
descenso, y en un cruce de caminos una señal informativa me alivia: me indica
el área recreativa del Peralejo, lugar donde preveo almorzar e hidratarme
finalmente. Angosturas de Mágina
De nuevo
surgen los encinares y pies sueltos de grandes robles, señal inequívoca que
penetro en el nombrado Peralejo. Aquí se halla el centro de interpretación del
parque natural, lo que me lleva a asegurar que en sus instalaciones podre tomar
la soñada agua. Empero ocurre otro imprevisto, el horario de cierre lo he
traspasado, está todo sellado y desértico, así que deposito la mochila en la
acera del edificio y me aproximo a una fuente que parece un sequeral donde en
su resquebrajado pilarillo se ubican ramajes atraídos por el viento días atrás.
Ni una
microscópica gotícula parece emanar del caño; sin embargo, como la esperanza es
lo último que se pierde, aprieto la espita con desesperación anhelando estar
errado, y de rondón brota el oro más preciado del caminante: otro de esos
momentos que hay que experimentar para que tengamos meridiano qué somos y qué
necesitamos verdaderamente. Mirador
Todo se
transformó; monté, en la soledad del entorno un vivac con la esterilla y
rodeado de las viandas que me quedaban, con las botijas repletas de agua y con
la satisfacción de poder regalarme los sonidos del vientecillo que corría,
junto al paso de avecillas, coronadas por el nido de halcón peregrino que yo ya
conocía y que estaba enclavado en la pared vertiginosa que frente a mi
improvisada estancia sobresalía de la vallejada y del bosque.
Lo tenía
todo previsto para el gran banquete; solo me faltaba el aseo, algo que echaba
de menos, ya que mis lavados de gato en ese momento no eran suficientes, así
que escudriñé el terreno como un fastuoso buitre y una vez cerciorado de mi
habitual soledad me introduje en el diminuto pilar en cueros, y me enfrasqué de
arriba abajo haciendo desaparecer los efluvios indeseados, convirtiendo mi
cuerpo en un límpido vergel. Centro de visitantes de Mata Bejid
A partir
de aquí el camino me era conocido, no habría sorpresas, por lo que el sosiego
penetró en mi mente y una vez saciado me tumbé; tenía toda la caída del
atardecer para alcanzar la población de Cambil. La siesta ha sido de pijama y
orinal.
Sobrepaso
aún con la modorra a cuestas el nacimiento del río Oviedo con su fondo, entre
los enormes álamos negros y plátanos, espigado
por las solariegas casas de Mata Bejid. La senda en esta ocasión está algo
adulterada, pues me dirijo hacia Cambil por la linde de la cuneta de la propia
carretera. Voy en todo momento aledaño al río, emanando cortijadas con sus
huertas a pleno rendimiento estival; el agua no les falta, así que es un edén
de flora tanto silvestre como labriega que me ampara siempre encajonado en el
valle fluvial. Fuente del Peralejo
Repentinamente
emerge de la ribera del río una sobrecogedora rapaz; mi primera impresión por
su colorido blanquecino es que se trata de un águila calzada, observando que
entre sus patas parece llevar una enorme y fino ramaje colgando. Extraigo los
prismáticos de uno de los compartimentos de la mochila y la enfoco; mi estupor
es manifiesto, estaba observando algo que en algunos de los documentales que
tanto me habían ilustrado en televisión me entusiasmaban, era una rapaz que
había capturado a su presa y la trasladaba al monte para engullirla antes de
que otra alimaña se la pudiese despojar: se trataba de un águila culebrera con
una serpiente sujeta por la garganta, colgando ya estrangulada.
Retomo
el peregrinar hasta llegar a la población. A las seis de la tarde está todo
hermético y solitario; aún los lugareños se mantendrán soñolientos a la espera
de que se aplaque el tempero. Eso lo aprovecho, y sobre unas sillas del
exterior de un mesón suelto mi morada y me apalanco retrepado; saco el libro y
dedico mi tiempo a una lectura serena bajo el sonido calmoso del torrente de
los caños de la bicentenaria fuente que perpetúa su deleite en los cambileños a
lo largo del paso de los siglos. Águila Culebrera
Cuando
anochezca quiero catar los productos gastronómicos de esta villa, así que
dedico el crepúsculo en un paseo entre sus callejuelas y plazas ahora atestadas
de infantes. Adquiero un bollo de pan y jamón serreño en un colmado para la
jornada siguiente, haciendo tiempo hasta que repose en las puertas de un
refectorio lindero al río, donde una esperada francachela aplacará mi denostado
apetito.
Tras la
tregua muscular y restablecidas mis energías alimenticias, vuelvo a cargar el
macuto a la búsqueda de la morada soñada. Voy dejando atrás la población de
Cambil con la anochecida cerrada por completo; la vista se vuelve a acostumbrar
a la tenebrosa noche sin necesidad de encender la linterna que llevo a mano por
si surge algo inesperado. Ahora el camino es a tiro hecho; inicio la ascensión
del amplio sendero e intento no desviarme en la oscuridad por ninguna de las
bifurcaciones que me encuentro, siempre siguiendo la terrosa vía principal. Fuente de Cambil
Los
únicos sonidos que interrumpen el silencio de la oscura naturaleza son los
cánidos que al aproximarme a sus cortijos ladran sin cesar, además de algún
ruiseñor en los sotos del río a distancia, y un cárabo que insiste con los
relinchos caballares en competencia con el más cercano maullar del pequeño
mochuelo. Empero, inesperadamente, mis ojos detectan acercándose un ser que al
principio no distingo, lo que me alerta por lo que pueda suceder; es de un
tamaño considerable y cada vez se aproxima más en un silencio sepulcral. Echo
mano al cuchillo en el instante que nos enfrentamos cuerpo a cuerpo; es ahí
cuando lo distingo, es un muchacho de elevada estatura que al aproximarse se
retira, al igual que yo, para dejar paso. Solo le digo que por poco no topamos,
siendo su contestación: Sí.
Una vez
separados cavilo qué opinión tendría ese ser del encuentro; la mía estaba
clara: un tío extravagante o desesperado que habría salido de su casa en
soledad buscando qué se yo en su interior. ¿Qué pensaría él de mí? El peregrino
El
descenso del camino me lleva hasta el río de nuevo, sigo su navegar por la
vereda hasta que encuentro el lugar donde desde el primer día pensé en
dormitar. Me alejo del agua para tener mis oídos alerta ante cualquier
contratiempo, algo que siempre deberemos hacer a la hora de acampar ya que el
ruido del agua camufla al resto de resonancias, chasquidos o rumores; y así lo
hago: monto el campamento a la luz de la linterna una vez despojado todo el
suelo de ramaje de sauces y chopos.
La
dormida está siendo algo más estridente de lo esperado. En la lontananza los
perros, pero a mi alrededor escucho el guarrido de varios zorros, el ulular de
un búho real y el hozar, muy próximos a la tienda, de una jauría de jabalíes.
Fue el momento que comprendí el interrogo de aquel ermitaño cuando en la
primera jornada pasé por ahí.
Cuarta etapa: Río Cambil – Valle
del Frontil
Me
duermo al comprobar que los marranos al olisquearme desaparecen de la escena. Descanso
hasta el amanecer, cuando de súbito se escucha en las alturas los cantos metálicos de una
banda de abejarucos, que aún sigue por estos entornos antes de volver a África,
y el tamborileo de un picapinos buscándose el sustento en los viejos troncos de
los álamos. Nocheando
Al
emerger de mi morada me sorprende que la techumbre esté empapada; la humedad
del río más el baño del rocío mañanero me hacen tener que limpiar la tienda
antes de meterla en su bolsa estanco, un tiempo que no me agrada perder, aunque
realmente eso es lo que poseo hoy: tiempo.
Todo se
halla dispuesto para la marcha final. Observo que he pernoctado en un lodazal
de hozaduras de jabalí, además de bajo un nogal donde efectivamente ha estado
trajinando el pájaro carpintero esta mañana, como todas la mañanas del verano:
tiene perforado el tronco con su potente pico, y esta madrugada no iba a ser
diferente, el forastero era yo. A unos pasos cruzo el puentecillo que salva el
río; en este punto recuerdo lo que me contaba no hace mucho una de las nativas
mayores de las aldeas del Frontil. Me dijo que en una ocasión, cuando ella
tenía unos cinco añillos, enfermó en los cortijos donde vivían, y el galeno se
encontraba en Cambil; así que cogieron el burro y con ella sobre el lomo se
dirigieron por el camino que yo llevaba en esos momentos hasta la villa. Al
cruzar el río por este paso, no existía el puente y solían pasarlo atravesando
por sus aguas. Es esa ocasión el agua estaba crecida, así que los padres
tiraron del burro y con la niña a cuestas le obligaron a cruzarlo, recordando
ella cómo el agua llegaba hasta la misma panza del animal, lo que le supuso un
llanto al verse casi inundada por la crecida, aunque al final todo terminó bien
y pudieron proseguir la caminata hasta la consulta del lejano médico. Eran
tiempos de penuria. Amanecer bajo el nogal
Cada vez
está más cerca el final de mi aventura. Al atravesar el Puente de Tierra, ya en
el mismo Valle, una familia de verdirrojos pitos reales me da la bienvenida,
son un trío e imagino que se trata de una pareja con su churumbel. Voy por uno
de tantos olivares que me dirige hasta la misma puerta del cortijo, donde doy
gracias por lo vivido a la patrona del Frontil: la Virgen de Fátima. Un camino
salvaje y peregrino que me ha trasladado una vez más a lo que realmente somos:
naturaleza.