Sentado en el
añejo algarrobo espero la llegada de ellos, me he aventajado para verlos
llegar. Son José y Juan, de pequeño sentía hablar de ellos, a uno le llamaban
el Corzo, por el apellido de uno de sus abuelos y al otro el Sosa, que sin
saber de dónde venía la procedencia del apodo, sería una de las sorpresas del
atardecer; cosas de pueblo.
Cuando era un
niño solía venir con mis amigos a este lugar, aquí jugábamos a las canicas, a
las chavas, a los libritos y también era uno de los múltiples campos de fútbol de Albuñol; el Barranquillo. El
algarrobo apenas medía un metro, en él no se posaban las mariposas, no anidaban
los chamarines, pero era comprensible, también era un benjamín y su objetivo
era crecer aguantando los envites de la naturaleza, los calores del estío, el
húmedo amanecer de la sierra, los arreones de los niños jugando a su alrededor;
y lo consiguió, bueno, lo conseguimos todos. Él ahora salta de los sesenta,
casi igual que yo; pero ha crecido algo más que yo, sobrepasa los ocho metros
de altura y en él siguen jugando los niños sin temor a su destrucción, suben y
bajan por sus ramas, es robusto y preside una de las plazoletas de la
población. El Barranquillo, el lugar de las “guerricas” entre niños de diferentes
barrios, con arcos de mimbre y flechas de carrizo, con peñones y alguna que
otra “escalabraura”, con cerbatanas de cañavera y munición de hueso de
almecina. Las niñas, no muy lejos, se entretenían con otro tipo de juegos, la
comba, el pillar, la rayuela con tizones de cal y al elástico; no solíamos
mezclarnos en los juegos, pero nos habría gustado tanto a unas como a otros.
El Barranquillo también me trae recuerdos nada gratos, aquí, muy cerca, desapareció para siempre uno de mis amigos de toda la vida, Antonio, el amigo de todos, Antoñico “El Guapo”, como él mismo se hacía llamar; siempre recordaré en nuestros años mozos, cuando en estas fechas navideñas nos juntábamos en la plaza del pueblo para ir de casa en casa al anochecer cantando villancicos y tomando la copilla de anís, y siempre era él, “El Guapo”, el que nos guiaba y nos hacía cantar, contando una y otra vez sus archiconocidos chistes, era único e irrepetible, y así será para siempre.
El Barranquillo también me trae recuerdos nada gratos, aquí, muy cerca, desapareció para siempre uno de mis amigos de toda la vida, Antonio, el amigo de todos, Antoñico “El Guapo”, como él mismo se hacía llamar; siempre recordaré en nuestros años mozos, cuando en estas fechas navideñas nos juntábamos en la plaza del pueblo para ir de casa en casa al anochecer cantando villancicos y tomando la copilla de anís, y siempre era él, “El Guapo”, el que nos guiaba y nos hacía cantar, contando una y otra vez sus archiconocidos chistes, era único e irrepetible, y así será para siempre.
Por el
principio de la cuesta aparecen los dos, ya no son tan altos como los
recordaba, pero sus facciones son las mismas, con algunas arrugas de más. Al
llegar nos saludamos y se sientan a mi
lado, vienen bien abrigados aunque el día está siendo muy generoso y la temperatura
es agradable, pero ellos saben que no se pueden descuidar. A mí me recuerdan,
sobre todo cuando les hablo de mis padres, son casi de la misma edad, sólo les
falta uno para llegar a los noventa; lo primero que me dicen es el porqué de la
entrevista, que quién me ha dicho que hable con ellos, no entienden el valor
que le estoy dando a lo que fue su profesión de arriero, son gente sencilla,
son sabios.
Me sorprende
con la facilidad que recuerdan todo, el uno se apoya en el otro y van sacando
una y otra anécdota que les provoca más de una risa. José me dice que él tuvo
más suerte que su amigo, de niño su tío se lo llevó para que aprendiera el
oficio y sacara unas perras que bien le vendrían a la familia, iban en su mulo
recorriendo esos caminos; pero también me insinúa que Juan, que empezó a su
misma edad, tuvo unos inicios muy duros, y termina la parrafada comentando que
para ese trabajo tenías que servir, que era muy sacrificado y en demasiadas
ocasiones poco gratificante.
Juan, que
acaba de escuchar a su amigo, se ríe, y asintiendo con la cabeza me cuenta sus
inicios. De muy joven tuvo que buscarse la vida, y no sabe cómo, pensó en
comprar sosa para venderla en otros pueblos y cortijos de la zona; él no tenía
para comprar una bestia, así que se agenció un serón y cargado con él a cuestas,
y con su mercancía, recorría a pie todos esos lugares que él creía que vendería
su producto, y como siempre, al vaciarse el serón volvía para Albuñol. Esta es
la causa por la que desde entonces le pusieron de mote, el Sosa.
Estos mercaderes
camineros siguieron una vida paralela, en más de una oportunidad se encontraron
por las sendas que les marcaba su mercadería; cuando Juan consiguió dinero
suficiente se compró un burro y, como dice él, “entonces sí que disfruté de mi
trabajo”. Recorrieron las comarcas de la Contraviesa, la Alpujarra Alta, el
Valle de Lecrín, y hasta el Marquesado; José me dice que para llegar a Guadix
echaban más de dos días de camino, y todavía les quedaba volver; sonriendo
irónicamente me comenta que a veces le dicen por la calle algún que otro
conocido que, “hoy he ido andando a la fuente de la Teja”, se ríe y repite: a
la Teja, pues bueno.
En verano, al
atardecer preparaban el género: hortalizas, frutas, mantecas, jabón, tocino,
que junto con el pescado seco “encañao”, era lo que más les duraba, no era
perecedero, por lo que podían echar más cantidad; al oscurecer iniciaban la
ruta hacia las alpujarras, en esta época del año debían aprovechar la
nocturnidad para moverse, ya que los productos se podían estropear. Al amanecer
llegaban a Cádiar, por el Haza del Lino o por la Venta del Empalme, allí
vendían los “puñaicos” que podían en las tiendecillas o intercambiaban
mercancías, para seguir su camino hacia Lanteira por el puerto del Lobo y de
allí seguían el camino hacia Guadix. Al llegar terminaban de despachar lo que
les quedaba y buscaban en la estación del ferrocarril al “correor”, que le tenía
preparado otro producto para vender en el viaje de vuelta, y así un día tras
otro. Recuerdan haber pasado por pueblos como Trevélez, donde se vendía mucho
la sal y el pescado seco, Talará, Jérez del Marquesado, Polopos, Rubite,
Sorvilán, Laroles, y un largo etcétera que no tendría fin.
Les insisto en
que me comenten cómo era el día a día, la comida, las estancias en los pueblos,
las anécdotas del camino, pero casi de forma simultánea me vuelven a decir que
era mala vida, demasiado dura. La manduca era siempre lo mismo, en las alforjas
llevaban engañifas y pan, acompañándolas con vino, solo cuando tuvieron una
edad; aquí la dieta equilibrada y baja en grasas no se estilaba, en ese momento
pienso: dieta, deporte, ocio; palabras inexistentes en aquella época, no por
desconocimiento, sino por una vida completa, rigurosa, activa donde lo que
ingerían, por muy calórico que fuera, era consumido en cuestión de horas, y así
toda aquella existencia; y lo más sorprendente, que ellos, no yo, ellos, van a
cumplir noventa años de edad. Pero algo
que de nuevo me lleva al asombro es que aquellos arrieros, los mayores y los
zagalones, todos, al llegar a las fondas o ventas del camino, lo primero que
hacían era ponerle la comida a sus bestias, para después cenar de nuevo las
mismas viandas, y por último preparar su alcoba, en la misma cuadra, con los
mulos, estiraban y recomponían el aparejo y se tumbaban en él a dormir con la
cabeza sobre el vientre del animal.
La tarde se
está cerrando, el sol hace ya que se escondió por el Cerro del Gato, una
tarabilla y un mosquitero se persiguen por entre las ramas del algarrobo, en la
lejanía por encima de las Yeseras se escucha el “guarreo” de un zorro marcando
su territorio, se lo indico expresivamente mientras ellos me siguen contando.
Este trabajo
también tenía clases, los más pudientes llevaban los carros tirados por una
recua de mulos; la mayoría llevaban mulos sueltos, a veces hasta tres y cuatro,
y por último los que utilizaban burros.
Nosotros también teníamos momentos de entretenimiento, a veces coincidíamos con
las fiestas patronales de los pueblos, o con la ferias de ganado; cuando íbamos
a los bailes estábamos bien vistos por las comadres, nos consideraban bien, ya
que poseíamos una de esas bestias y también manejábamos “perragordas”. Iba
contando José.
Los mulos que
utilizábamos para pasar esos caminos de Dios eran los Castellanos, por su fortaleza y resistencia, mientras que para
las labores del campo la raza era la del mulo Romo. Más de una vez, cuando muy
joven, la noche se hacía muy pesada, por lo que mi tío me decía que me cogiera
a la cola de la bestia y yo, muerto de sueño, llegaba a dormirme andando y
cogido a dicha cola, llevando el camino el mulo sin equivocarse gracias a su
facilidad para ver perfectamente de noche. También a veces durante el camino me
tumbaba en el lomo del animal con las piernas cerca del pescuezo y la cabeza
cerca de los cuartos traseros, al dormirme se me caía la bilbaína sin darme
cuenta, al despertarme se lo decía a mi tío y él se reía, me decía que de esa
forma aprendería a no dormitar en esas difíciles posturas. Siguió diciendo
José.
En un momento
de la conversación quise que me contasen algunas experiencias con el
estraperlo, pero con un gesto delatador prefirieron no hablar mucho de ello,
aunque asintieron afirmando que sí había, que a veces la Guardia Civil los
paraba a los arrieros para comprobar la carga, si era aceite lo requisaban y
los reprimían; una de las veces viniendo de Órgiva, en la venta de la Marrana,
una pareja de Civiles nos dieron el alto y nos registraron, viendo que
llevábamos jabón quisieron comprárnoslo, pero nosotros se lo regalamos aunque
no querían en un principio recibir el presente. Nosotros teníamos que estar a
bien con ellos, por lo que de vez en cuando los tratábamos generosamente.
Los arrieros
nunca iban por caminos poco transitados, evitaban así los asaltos de los
bandoleros de aquellos duros tiempos y el peligro de no poder ser socorrido
ante un contratiempo. Cuando nos encontrábamos en el camino con algún compañero
de trajines le preguntábamos: “Illo, ¿de onde vienes?”, y se solía contestar:
“¡Ya te enterarás!”; las buenas rutas comerciales no se contaban, ya que todos
iban buscando lo mismo, vender y conseguir el mayor número de reales para la
familia que esperaba en el pueblo.
Anocheciendo
ya, a punto de irnos, les pregunté a los sabios qué tipo de vestimenta
utilizaban, su contestación fue unánime: siempre la misma, unos calzones cortos
y una camisa en verano y unos largos de pana y un abrigo sobre la camisa en
invierno, utilizando de calzado babuchas de tela, de cuerda de esparto y de
cáñamo.
Para terminar,
Juan alzó la voz y dijo mirando hacia el mar en el horizonte: parece que fue
ayer cuando subía por esa rambla con mi serón a cuestas, con el “pescao” seco
recién “comprao” en La Rábita, buscando el mercadeo en el pueblo; no siempre
cualquier tiempo “pasao” fue mejor.
Allí van, Juan
y José, José y Juan, los últimos arrieros; sus andares ya no tan ligeros pero son
los mismos que recorrieron una y otra vez estos caminos, estas carigüelas, para
servir a los nativos de estas tierras, a nuestros padres, a nuestras madres; se
marchan no sin antes desearme unas felices navidades, yo se las devuelvo con
todo el placer del mundo y desparecen por la esquina; mi corazón se aprisiona,
ellos ya han cumplido, nosotros también lo haremos.
Fuentes: José Martín Viñolo y Juan Arráez; los arrieros.
Autor: Lisardo Domingo
Fuentes: José Martín Viñolo y Juan Arráez; los arrieros.
Autor: Lisardo Domingo