Acaba de entrar la primavera, no es a lo que habitualmente
nos tiene acostumbrados esta estación. La lluvia no cesa y el frío es más
propio del crudo invierno.
En los bosques cercanos caducifolios de Sierra
Nevada la vegetación está rebosante, los animales dejan rastros constantes, las
ginetas, garduñas o ardillas están exultantes, acaban de pasar una fase de
hibernación y el hambre se apodera de ellas. Los reptiles se empiezan a
observar en los taludes tomando el sol, mientras sus primos los anfibios no
cesan en su croar, los machos de sapos y ranas inundan las noches de sonidos
estruendosos y a su vez gratificantes para el amante del campo. El zumbido de
los insectos nos recuerda que la estación será intensa en su eclosión, más pluviosidad
nos llevará a mayor cantidad de hormigueros, de mosquitos urticantes, de abejas
melíferas y de un enriquecimiento esplendoroso de la madre natura.
Gavilán (Accipiter nisus) |
Pero donde el hombre quedará más absorto será en la
abundancia de aves, cierto es que ya están aquí las africanas estivales,
vencejos, golondrinas, aviones y algunas rapaces como las aguilillas calzadas o
las culebreras. Pero en pocas jornadas algunas otras especies surcarán nuestros
cielos, son las más tardías, pero que siempre llegan para realizar una de las
fases más importantes de su corta vida, la reproducción. Entre otras aparecerán
los abejarucos, las oropéndolas, las currucas, los alcaudones o los críalos,
que se verán acompañadas por las autóctonas de aquí, las que establecieron su
casa para siempre en nuestros campos, mirlos, perdices, gorriones, tórtolas o
verdecillos, que harán de nuestros paseos una constante sinfonía de millares de
instrumentos musicales.
La mañana es fría, a las afueras de la ciudad se percibe una
bruma repleta de humedad. Los gavilanes se encuentran en celo, el pequeño macho
está sobre la rama que él ha elegido para observar a la hembra. Se mueve con
elegancia contorneándose para mostrar su anaranjado cuello, ella, sin duda
enamorada, lo observa pareciendo que su interés
ha desaparecido tras los largos meses invernales. De repente salta la
dama hacia el bosquete, intuitivamente su consorte la persigue con aparente
facilidad, se elevan hacia los cielos y allí se produce el encuentro, él sigue
elevándose exhibiendo sus dotes circenses, terminando con velocísimos picados
hasta llegar muy cerca de ella. Cuando pasa un tiempo vuelven al bosque, se
introducen donde prepararán el ramoso nido dentro de no muchas jornadas.
Ambos tienen necesidad de comer, la estación ya pasada los
ha dejado con muy pocas reservas de grasa, así que vuelven a elevarse, y una
vez escudriñado el sotobosque deciden otear los horizontes cercanos a su
hábitat. La gavilana se separa caminando en su vuelo hacia zonas de presencia
humana, sabe que allí trasiegan animales muy apetecibles para ella y que
aprovechan nuestra presencia para encontrar un escudo ante los ataques de
predadores como ella. Habitualmente el macho suele ser mejor cazador por su
pequeña envergadura y por la práctica cuando la hembra está engorando sus
pollos, pero en esta ocasión ella buscará su propio alimento.
Quizás se ha alejado demasiado de su entorno natural, pero
debe ser valiente si quiere saciar el hambre matutino. Desde arriba, surcando
el cielo gris, observa sin cesar hacia las grandes explanadas cercanas a la
ciudad. En un momento dado descubre el verdor de unos pajarillos que vuelan de
un árbol a otro, son una pareja de verderones que se encuentran también ensimismados
en la labor de apareo. Uno de ellos levanta el vuelo, es el momento en el que
la gavilana sale en picado hacia él. El verderón la ve llegar a lo lejos y
comienza la persecución. Ella es más veloz, su intención es capturarlo en el
vuelo con sus largas patas que terminan en unas garras pasmosas con unas uñas
larguísimas que en un santiamén acabarían con la vida del pequeño pájaro. En el
fragor de la batalla se adentran en una población y en el último instante,
cuando parece que la gavilana va a dar caza a su presa, ésta esquiva u
obstáculo imprevisto y nuestra protagonista, que no conocía el territorio, va a
dar de forma explosiva sobre el gigantesco cristal del pabellón de la
localidad. Su cuerpo se troncha, cae a plomo al suelo, una vez más el Homo
sapiens le ha puesto una trampa, pero por desgracia esta vez ha caído en ella.
Su corazón está a punto de expirar, sus ojos ya casi no se abren, solo le da
tiempo a ver como un pequeña criatura la recoge del suelo y se la entrega a su
profesor, él será el que le inculcará los valores de nuestra desprotegida casa,
de nuestra naturaleza. El
gavilán, el macho, cerniéndose en las alturas observa como se extingue la vida
de su pareja. Una víctima más de la modernidad del ser humano. ¿Será
la última?