La tarde es plácida, algunos troncos de encina me tienen
entretenido artesanalmente mientras mi mente está absorta en el gran maestro de
la naturaleza ibérica. Esta próxima noche admiraré el compendio de imágenes que
las tinieblas me dejen ver, un sendero de sensaciones nocturnas de las que
posiblemente me vendrán recuerdos a lo largo de mis próximos años de vida campestre, como otros muchos que mis
amigos habrán tenido que soportar en mis dilatadas y rústicas charlas añejas.
Él supo inculcar a diferentes generaciones su amor hacia el
silvestrismo, hacia todo aquello que oliera a musgo. Fuimos creciendo con sus
rapaces y lobos, él se fue haciendo mayor, y de repente nos dejó. Un
desafortunado accidente de avioneta en tierras inhóspitas americanas lo convirtió
en leyenda, una leyenda que nunca ha dejado de escudriñar nuestros corazones
salvajes de admiración a nuestra laboriosa natura.
He querido hacer algo especial para la primera vez que honro
su legado, me encuentro cerca de uno de esos
lugares míticos en sus investigaciones salvajes, la Sierra de Cazorla, y
esto añade intensidad sentimental al hecho. Rebuscando troncos para el fuego
surge una monumental araña marronácea, de principio me recuerda a la tarántula
ibérica, Lycosa tarantula, pero al observarla detenidamente rechazo esa
hipótesis, ya que aunque de parecido tamaño y color, un dibujo increíble en el
dorso de su cefalotórax deshace mi teoría, es una imagen de la cabeza de un ser
humano, algo que desconocía que existiese en el campo íbero.
Con esta afortunada aparición me voy a la cama, me levantaré
a media noche para iniciar esta ruta en solitario y con la imaginación puesta
en algunas de aquellas enseñanzas que Félix trasmitió a muchos de nosotros en
aquellas tardes televisivas monocromas, en las que su voz irrumpía con fuerza y
aplomo convenciéndonos de que “si venía el lobo”, era para hacer de nuestro
planeta un mundo mejor.
Aunque acaba de nacer la primavera de este año, la noche es
muy fría, al salir a la puerta del cortijo la oscuridad me retiene unos
instantes observando la majestuosidad del cielo estelar. Empiezo el lento caminar
intentando no encender la imperfecta luz de mi linterna, es el momento de
educar a mis ojos para adaptarlos a la falta de luminosidad. En un tejado
cercano se intuye la silueta del minúsculo autillo, él sí me ve bien pero no se
asusta, al contrario, prosigue con su insistente canto que es contestado por el
sonido agudo de una hembra a lo lejos.
La senda la conozco muy bien, la he
pateado a diestro y siniestro, pero nunca a estas tranquilizadoras horas. En
más de una ocasión debo encender la frontal, la luna prácticamente no existe, y
aunque eso favorece el esplendor celestial,
no me ayuda a discernir algunos de los accidentes del camino.
Me encuentro en territorio jiennense, en la orla del parque
natural de Sierra Mágina, cercano a otros entornos naturales como la comentada
Sierra de Cazorla, la Sierra de Huétor o la mole de Sierra Nevada. Lugares
todos ellos que podrían ser los protagonistas de uno de aquellos añorados
capítulos felixianos de la “Fauna Ibérica”, pero no, en esta ocasión el actor
principal somos mi tenebroso sendero y yo.
Siempre se ha dicho que para conocer, observar o escuchar la
naturaleza debemos de ir en silencio, y si es en solitario mejor. Pues sí, el
silencio es incontestable, aunque sean los momentos más ajetreados de la
diversa fauna mamífera y de las sigilosas rapaces nocturnas, mi sensación es de
una inmensa soledad sonora. Por fin escucho en la lejanía el rugir de lo que
serán varios jabalíes, no me preocupan en exceso, pero entro en lo que serán
las dos horas nocturnas, una continua alerta a lo que pueda surgir del camino o
bosque interior.
Voy ascendiendo con la compañía estelar, el cielo está
limpio, la Vía Láctea marca la senda que no desaparecerá hasta el amanecer,
acompañada de constelaciones como la Osa Mayor, Casiopea o el grandioso Orión,
surcado por la estrella más brillante del firmamento, Sirius. Casi sin esfuerzo
aparente, penetro en el espeso bosque de quercíneas y pináceas, vuelvo a
encender mis ojos artificiales, las sombras me juegan más de una mala pasada,
por los cortados rocosos el Gran Duque marca su territorio, no dejará de
insinuarse a su hembra durante toda la subida nocturna, pronunciando con ahínco
su arrogante cantar en el silencio de la oscuridad.
El Paso del Lobo |
La senda se estrecha hasta llegar al “Paso del Lobo”, son
dos grandes rocas que parece se abrieran para dejar expedito el camino del
extraño viandante de esta noche. En ese momento varios movimientos en la
espesura me hacen detenerme e incluso retroceder, posiblemente una garduña o
una gineta se ha visto sorprendida por esta masa amorfa que no conocen por suerte
en estas moradas. Empiezo a ascender hacia la cuerda de la montaña, el día
empieza a clarear, con las primeras luces los rastros y señales fáunicas
sobresalen por cada uno de los rincones arbustivos de la serranía. Una vez en
la vertiente de la montaña los excrementos de las monteses delatan su presencia
de forma masiva en horas vespertinas. Las hozaduras de tejones y jabalíes dejan
al descubierto las raíces de gran cantidad de árboles y arbustos, en ese
momento pienso en qué seres me habrán rodeado durante la oscuridad de las
primeras horas… El peligro más apremiante de estos bosques podrían haber sido
los jabalíes, pero por suerte, en esta época las hembras están en su periodo de
gestación, lo que las hace más dóciles y escurridizas, todo lo contrario sería
más entrada la primavera y el verano, donde sus paseos con los rayones o
jabatos podrían crear un enfrentamiento con cualquier ser con el que se
cruzasen, protegiendo la hembra con su propia vida la defensa de su prole.
Al llegar a la cumbre de la Sierra de las Cuevezuelas la
panorámica es extraordinaria, por el sur emerge la blanca Sierra Nevada, al
este, abrasada por el sol matutino, concurre la nueva tierra del
quebrantahuesos, la Sierra de Cazorla, y al noreste la serranía de mayor
altitud andaluza si exceptuamos los tresmiles nevadenses, Sierra Mágina. Un
gran roble solitario, todavía desnudo, deja entrever las esféricas agallas ya
abandonadas por sus moradores insectívoros. En el pinar, el insistente
piquituerto destroza una piña en la copa de uno de sus ejemplares mayores. El
amanecer ha dado paso al cambio en la vida animal, la mayoría de los mamíferos
buscan donde resguardarse de la pasada nocturnidad intensa, mochuelos, cárabos
y demás especies de la misma familia desaparecen ocultándose en cualquier
recoveco rocoso o arbustivo. Sin embargo ahora es el momento de las demás aves,
de liebres, conejos, cabras y de algún zorro despistado.
Ya avanzada la mañana el trinar primaveral de las aves
cantoras inundan el valle, desde una de sus cimas, Piedra Ballesteros, la vista
esplendorosa de la cañada hace relucir los verdes almendros y los olivos recién
podados buscando la efectividad en su fruto para la próxima temporada. La
bajada se hace liviana, las ardillas han dejado varios centenares de piñas
comidas alrededor de los grandes árboles, el picapinos tamborilea sobre los ejemplares
más deteriorados, buscan las larvas bajo sus cortezas, en poco menos de un mes
empezarán con esta misma sinfonía, pero en esta ocasión serán los machos
construyendo sus nidos en profundas oquedades para satisfacer a sus cónyuges.