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Capítulo XII


Cuarto Día: 21 de julio de 2003

Una vez, estando saboreando la bonanza marinera en una de estas riberas, me encontré con un viejo pescador, nos saludamos en nuestra soledad y él siguió con su arte. A mí, que hacía tiempo que la atracción hacia la historia marítima me tenía un poco obsesionado, se me ocurrió observarlo durante un largo periodo de tiempo. Descubrí que los pescados no iban a parar todos al mismo recipiente, unos se les notaba chapotear en el agua y otros morían a los pocos minutos por la falta de ella en la vasija donde eran introducidos. No pude resistir más la incertidumbre y acercándome a él le pregunté la razón de esa diferenciación en la pesca. Sin dejar de mirar su caña, y de forma parsimoniosa me explicó que los pescados que se encontraban en el recipiente con agua marina tenían un destino distinto a los otros, éstos eran para hacer “halu”, o por lo menos eso fue lo que yo entendí, que era una especie de salsa muy sabrosa utilizada por estos lugares.
En una de mis lecturas sobre la historia de la presencia romana en la Península, apareció la respuesta a aquella conversación con el “artesano marino”. Cuando los romanos se instalaron en Almería existió un floreciente comercio de salazones, y uno de estos, si no el más importante, fue el del “Garum”, que consistía en la producción de una salsa a base de pescado y hierbas aromáticas que fueron considerados una auténtica exquisitez de la época. De ahí, pienso yo, que los pescados que iban destinados por el sabio pescador hacia la producción de la salsa, los mantuviera más tiempo y frescos en agua con sal, ya que lo que pretendía era hacer la codiciada salazón.

Ciertamente, los romanos vivieron por la costa de Almería, pero también es cierto que esta ciudad no se tomó como tal hasta la época de Abderramán III, Califa de Córdoba, quien en el año 955 mandó construir la sobresaliente fortaleza de la Alcazaba, considerada la segunda fortificación musulmana más importante de la Península después de la Alhambra granadina, cuyo principal objetivo fue defender la amenaza del Califato Fatimí tunecino y las incursiones piratas tan proclives en esas fechas.
Este macro castillo convirtió a Almería en la ciudad más relevante de esta zona de la costa mediterránea. Hasta entonces simplemente había sido el puerto de la capital de la cora, Bayyana, la actual Pechina. Sin embargo, la situación estratégica donde se encontraba hizo que Abderramán fijara en ella el principal puerto del Califato de Córdoba, donde se desarrolló un importantísimo comercio con Oriente y el Norte de África.
Este reino de taifas tuvo una época de marcada prosperidad, durante los siglos XI y XII, y precisamente fue gracias a las actividades piratas de sus marinos, cuyo principal fin era hostigar el tráfico comercial marítimo de la zona del mar de Alborán con su patente de corso, confiscando botines a naves castellanas, catalanas, vaticanas y genovesas que transitaban por la comarca. La constante instigación de los “almerienses” hizo que estos cristianos se aliaran y realizaran un ataque costero conjunto, ocupando sus territorios y marcando el principio de la decadencia de la región.
La “Atalaya de Bayyana” sigue a nuestro dorso, este trozo de la historia nos cautiva con su brisa mora y su sabor romano, y nosotros empezamos a salir de nuestro interior para engurruñir los ojos por la cegadora luz que marca el comenzar de un nuevo día.

La noche ha sido inquieta, algunos perros han estado merodeando por el campamento haciéndonos salir en más de una ocasión para salvaguardar los víveres. Uno de ellos, no obstante, ha utilizado como “aposento” la canoa de Gerardo, sorprendiéndose de su hallazgo él mismo al despertar del día.
Habitualmente “saltamos” de las tiendas a las 7 a.m., hoy no ha sido distinto, suelen ser horas de calma marina, por lo que día tras día insuflamos una inyección de motivación al ver como el medio por el que nos desplazamos parece permitirnos una nueva jornada de fácil y placentero esfuerzo.

El fuerte y necesario desayuno nos deja preparados para la aventura diaria, el agua está fría y esas primeras gotas salpicadas se expanden sobre nuestro rostro mientras nos acercamos a la bocana del puerto capitalino. Sabemos que es uno de los momentos más tensos de la travesía, ya que es un puerto de gran movimiento mercantil, si cualquiera de los grandes navíos que trafican por esta zona coincidiera en nuestro paso al atravesar la entrada portuaria, sólo el oleaje producido por su casco en movimiento podría volcar las frágiles piraguas, así que nos vamos acercando lentamente al paso más estrecho a la hora de realizar el través. De pronto aparece nuestro gran temor, en la lejanía, a través de la niebla y por babor, surge el corpulento barco cuya intención es entrar en el puerto almeriense. Nosotros decidimos volver unos cientos de metros sobre nuestras remadas y esperar a que éste realice su entrada.

En pocos minutos está frente a nosotros, la imagen es aterradora, somos insignificantes, seguro que el capitán en absoluto se habrá percatado de nuestra presencia, así que a seguir con la mayor precaución que nuestros sentidos pueden abarcar. Esperamos el paso del oleaje estelar del buque, éste no nos afecta aunque sí nos zarandea con una facilidad inusitada. Sin más dilación emprendemos el viaje de nuevo, pero, ¡no es posible!, tenemos a una distancia parecida al anterior a otro navío de pasajeros. Esperemos que sea el último.

Después de una visión muy cercana de las maniobras de estas fabulosas embarcaciones para entrar en su fondeadero, cruzamos el puerto con la mayor velocidad que nuestros fríos brazos nos permiten, teniendo una magnífica vista de la ciudad y su monumental y único cargadero de mineral, que en otra época fue utilizado como salida del producto de las minas de Alquife, situadas en la comarca accitana de Granada.

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