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Capítulo VI


Día Segundo: 19 de julio de 2003

Al despuntar el día nos despertamos, hemos descansado pero yo aún me encuentro confundido de lo que creo que fue una pesadilla; nos rodeaban antorchas una y otra vez con un ensordecedor ruido cuya finalidad parecía desmontar todo el campamento. Ángel me saca de dudas, nada más dormirnos apareció un vehículo limpia-playas que dio una y mil vueltas alrededor nuestro, hasta que dejó el entorno inmaculado.

El mar está calmado, parece que las horas matutinas van a ser todas así, por lo menos eso es la que deseamos. A las 8’10 a.m. emprendemos la marcha con los estómagos repletos de energía y la mente puesta sobre ese extraordinario amanecer que nos deslumbra desde la lejanía a babor, entrando hacia tierra enrojeciendo todo a su paso.
En poco más de una hora nos acercamos a la siguiente torre guardiana llamada del Peñón. Es estremecedora, se encuentra localizada en un espectacular cortado rocoso de unos doscientos metros de caída libre. Mis impulsos montañeros me hacen desembarcar y ascender por una pequeña senda que lleva hasta su base. La panorámica es infinita, a través de sus ruinas observo a mis compañeros, están rodeando El Peñón, son muy vulnerables, la majestuosidad del mar y la altura de los defensores del castillo habrían acabado con cualquier intruso que osara invadir esta porción de tierra. Debo volver, mi compañero de “galera” me espera en el litoral, y el Mare Nostrum no da tregua, hay que aprovechar cualquier resquicio de sosiego para seguir surcando con todos los “nudos” posibles sus límpidas aguas.

Nos distanciamos unas canoas de otras, cada uno buscamos aquello que nos atrae, prácticamente no entablamos conversación sólo nos dejamos acompañar por el chapoteo de las palas y el fresco salpicar de las cristalinas gotas. Pasa el tiempo casi sin percatarnos de ello, aproximadamente cada dos horas tenemos sistematizado un descanso para nuestros sufridos músculos, que con unos ejercicios de estiramientos y algunos alimentos energéticos nos hacen recuperar las tan necesarias fuerzas del remero.

Con algunas señales, previamente pactadas y entrenadas en los meses previos de preparación , nos indicamos una zona de playa que parece ideal para dicho descanso. Se trata de la desembocadura del río Carboneras, poco antes de divisar la población que da nombre al río.

Todos desembarcamos conforme vamos llegando, por detrás viene Fernando, el cual se encuentra a una distancia aproximada de nuestra localización mar adentro de una media milla. Le hacemos diferentes tipos de llamadas, pero da la sensación de no entendernos ya que sigue manteniendo su rumbo, desapareciendo al girar el siguiente cabo de su ruta.
Ésta se convierte en una situación delicada, ¿nos habrá visto?, ¿nos habrá comunicado su acción y no hemos sabido interpretarlo?. No entendemos nada, precisamente nuestra táctica de grupo prohibía navegar a excesiva distancia unos de otros, y sobre todo, los agrupamientos debíamos hacerlos todos en el mismo lugar.
Sin más preámbulos volvemos a la mar antes de lo previsto, nuestros impulsos nos llevan a la necesidad de encontrar cuanto antes al compañero extraviado, por ello la tensión en nuestras brazadas nos hacen navegar con una rapidez inusitada, el espíritu de supervivencia afloraba en los castigados cuerpos.

Estamos rodeando un pequeño cabo, nuestra vista busca sin cesar el verdiamarillo de su piragua. De repente la vislumbramos varada sobre la orilla de una diminuta cala, al lado él, tranquilo, impasible, disfrutando del sol y de la brisa mañanera. Nos acercamos y conversamos con él mientras se hace a la mar. Sólo ha sido una confusión, el sol y la lejanía ha hecho que no nos viera, así que corregimos esta importante descoordinación de la flota y enseguida aliviamos la tensión sufrida gastando unas pequeñas bromas que nos hacen olvidar lo ocurrido.

Divisamos Carboneras, pueblo de pescadores donde la minería ha tenido y tiene una gran influencia, ya que sus cementos son transportados en barco a diferentes países europeos. Enfrente, a unos cien metros de la costa, como si de una ballena varada se tratara, surge de las aguas la rocosa Isla de San Andrés. Es pequeña, con cuevas atractivas donde penetra el agua, es un lugar ideal para practicar algunas zambullidas estivales antes de dejar que el sol curta la piel de los osados bañistas.
Repostar para el resto del día es fundamental, Fernando y Ángel siguen el rumbo mientras José María, Gerardo y yo desembarcamos para hacer el acopio diario.

Es una de las grandes diferencias entre el modo de vida pirata y el nuestro, nosotros no debemos preocuparnos por los víveres por la facilidad en encontrar poblaciones en todo el camino marino, y esto nos hace dirigir nuestros pensamientos hacia otros aspectos de la aventura.
Ciertamente su sistema de vida tenía algunas disparidades apreciables con el que nosotros estábamos experimentando. Vital para su subsistencia era aprovisionarse de agua y comida, no faltando nunca en sus naves la cerveza y el ron. La comida se basaba en galletas, por su fácil conservación , las gallinas que les daban comida fresca y huevos, y la pesca en lugares que ellos bien conocían.

Debían hacer paradas asiduamente, ya que la reparación de las galeras era necesaria para sus triunfos bélicos. Como todo navío que se precie, ellos también tenían banderas, éstas eran diseñadas con el objetivo de aterrorizar a aquellos que se acercaran a sus naves, siendo el símbolo más representativo la calavera con fondo negro al viento. Pero, la insignia más terrorífica era la de color rojo con las palabras marcadas “No Mercy”, sabiendo las víctimas de sus ataques que ellos no tendrían ninguna contemplación , por lo que sólo les quedaba “pelear y morir”.
En combate, en estos barcos piratas con nombres tan estremecedores como “Muerte Súbita” o “Broma Negra”, se utilizaban una serie de armas que normalmente habían sido robadas en anteriores asaltos, siendo las más emblemáticas la “daga” y el “alfanje” como pequeños cuchillos fáciles de ocultar e ideales para el enfrentamiento cuerpo a cuerpo, el “hacha de abordaje” empleada para derribar las velas una vez en cubierta del barco enemigo, y por último los “mosquetes” y “pistolas” que aunque tenían poca precisión disponían de un disparo para distancias cortas también.
Para la navegación disponían de su mayor tesoro, los mapas. Estos eran custodiados como oro en paño, pero el analfabetismo que rodeaba a la mayoría de ellos hacía que tuvieran grandes problemas de orientación al no interpretar su lectura con gran claridad, siendo su mayor peligro las zonas de arrecifes que a veces no sabían esquivar.

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