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Salomón VIII


Primavera del 2003: “Primera subida al Veleta con mi hijo”
Tiene tan solo ocho años, pero mi ímpetu para que conozca la sierra me hace organizar una ruta hacia el Veleta. Lleva su pequeña mochila, su comida y poco más. El día es fabuloso, llegamos al aparcamiento y una vez dejado el vehículo, iniciamos el ascenso. Nos encontramos con multitud de deportistas, ya la nieve ha desaparecido, pero por más que nos pese el desnivel sigue siendo el mismo. Él me conoce muy bien, sabe que soy exigente, pero también sabe que controlaré cada momento de su ascensión. Paramos a tomar un tentempié, no se queja, pero sé que está sufriendo, vamos, como yo y como cualquier otro que se adentre en este deporte. De eso se trata, deberá aprender que para conseguir algo importante en la vida, siempre habrá un momento o varios de sufrimiento. Le voy contando historias y anécdotas de mis aventuras, le enseño diferentes plantas del lugar, y él, atento a mis disertaciones, sólo pone cara de cansancio y de no comprender muy bien lo que estamos haciendo. Mi cálculo para llegar a la cima es de unas tres horas, pero este niño me sorprende y en poco más de dos horas y media, estamos sentados en el “púlpito” del Veleta. Desde allí observamos monumental al Mulhacén, aprovechando el momento para narrarle la leyenda del mismo, quedándose en ese instante fascinado. Llegan varios montañeros y se extrañan al verlo allí. Yo, como buen padre, me enorgullezco de él.
Verano el 2003: “Integral de la Costa de Almería en kayak”.
Llevamos varios días navegando por la costa de Almería en nuestras piraguas. Empezamos en una playita de Águilas, y en estos momentos estamos acercándonos al pueblo costero de Las Negras, en el parque natural de Cabo de Gata. Al pasar por el acantilado de Punta Javana observamos un islote idílico, es pequeño pero factible de desembarcar allí.
Gerardo y Ángel han traído los utensilios de buceo, así que una vez encalladas las piraguas se lanzan a visualizar el fondo marino. Nosotros, los menos acuáticos, investigamos la variedad de crustáceos que rodean el “peñasco”, detectando con fascinación la limpieza de las aguas que lo envuelven, ahora entendemos lo de espacio protegido. Al cabo de un rato sálen los buceadores y nos animan a conocer el interior del mar. Cuando nos sumergimos nuestra vista se torna en multitud de gama de colores. Estrellas de mar, erizos, pulpos, peces de coloridos si igual, anémonas, actinias, algas pendulantes… Jamás nos podríamos imaginar que tan cerca de nosotros vivían unos seres tan bellos. Cuando emergí, me prometí a mi mismo aprender más de ellos, ya que lo que había sido un mundo desconocido para mí, se convertiría en poco tiempo en una de mis grandes pasiones, la vida marina.

Primavera de 2004: “Descubriendo la Soledad” Si hay algún lugar que me haya fascinado desde que lo conocí, ese es la Sierra de Cazorla y su entorno. Todos los años la he visitado al menos una vez, aunque también recuerdo un curso escolar en el que me acerqué a sus bosques en tres ocasiones, sus olores, sus sonidos, el agua, la variedad de plantas, sus animalillos... Siempre había paseado por sus rincones acompañado de amigos, alumnos, familiares, pero nunca la había sentido en soledad. Todo lo tenía preparado, disponía de tres días para perderme por ahí. ¡Qué gozada!. Decidí adentrarme en la menos conocida sierra del Pozo, en ella había realizado algunas actividades con mis alumnos, y sabía que tenía un potencial espectacular. Esta vez haría una verdadera práctica de superviviente, enfrentándome a la naturaleza virgen, sin la ayuda de nadie y con la necesidad de explorarla. Estuve andando casi tres horas, era una subida bastante pronunciada, y aún más con la carga que llevaba. Llegué a un refugio forestal abandonado, allí descansé y me apresuré a seguir hasta el río Guazalamanco. La tarde se estaba cerrando y debía encontrar pronto un lugar donde dormir. Por fin, a la orilla del río localicé un espacio perfecto para pernoctar, monte un vivac con el poncho y después de cenar me tendí a soñar con lo que estaba viviendo. Después de todo el día siguiente construyendo un refugio, pensé que ya era hora de investigar el paraje que me rodeaba. Me desplacé hacia el oeste del río, las fotos eran preciosas, insectos que no dejan de pulular, algunos incluso picar. Todo me sonaba, parecía que hubiera estado allí, y era normal, la vegetación y la fauna del Parque la tenía trillada, no hacía muchos años había descubierto una de las rarezas endémicas de estos bosques, la lagartija de Valverde. Iba pensando en otro de sus nombrados endemismos cuando de repente en un risco apareció con todo su esplendor la deseada Violeta de Cazorla (Viola cazorlensis). Era como me la imaginaba, las fotos no expresaban todo su esplendor, la realidad superaba lo visto en imágenes hasta entonces, eran un grupo de plantitas que vivían en un lugar intransitado por humanos, y que gracias a ello estaban relucientes pareciendo escalar la calcárea roca. La naturaleza me había dado otro de esos momentos imborrables.


Invierno del 2004: “El Encuentro Idílico” Los senderos marinos me han aportado multitud de experiencias en estos pocos años, desde que experimenté la navegación en piragua siempre he afirmado que era el deporte que más me llenaba, ya que su acercamiento a la naturaleza desde el agua lo hacía muy enriquecedor. Pero de todas las experiencias acaecidas hay una que jamás se borrará de mi mente, me refiero al día que navegando por la costa almeriense observé un rincón que ni en mis sueños podía imaginar, estaba accesible en kayak, era casi virgen, tenía casi dos kilómetros de costa, y un espacio donde se podría practicar mi pasión por la supervivencia. A los pocos días me acerque por tierra y sin pensarlo empecé a disfrutar del espectacular sitio. Limpié la zona, busqué piedras para la construcción del refugio, y en pocos días, era Navidad, empezó la obra de ingeniería. Estuve yendo casi todos las jornadas navideñas, algunas veces acompañado por mi hijo y otras por mi hermano. En pocos meses lo había construido, convirtiéndose en un espacio de relajación e investigación de todo lo que lo envolvía. Pasó el tiempo, y en una de mis visitas desde Granada me llevé una gran desilusión, el refugio estaba derruido, y no había sido el hombre el causante, la naturaleza marina me había dado una soberana lección, los cambios de temporal en la costa eran fortísimos, y uno de ellos había llegado a la construcción, acabando con él. Esto me enchufó más al tema, lo trasladé todo a un antiguo aterrazamiento dedicado en otra época a la agricultura, allí volví a empezar, mejorándolo, por supuesto, y procurando que la solidez fuera extrema. Volvieron a pasar los meses y, ¡ahí está!, ahí está viendo pasar el tiempo... Ya han pasado varios años, tengo multitud de anécdotas para contar. He visto como las gaviotas se comían a un delfín varado, como un calderón moría cerca de la costa y arribaba a la arena, como una docena de delfines mulares atravesaban mi espacio marino saltando como si quisieran saludar, como las cigüeñuelas en bandada revolotean por la ribera, como los charranes y el alcatraz se lanzaban en picado para capturar a sus sorprendidos pececillos, como una tortuga boba, muerta hace tiempo, desembarcaba en la Isla ya en su forma esquelética, como un deambulante señor dejaba su impresión y su forma de vivir en el diario del refugio, como hay personas que viven durante varios días como los auténticos indígenas, comiendo de la pesca...


Primavera del 2005: “La Sierra de Madrid” Han sido nueve años en los que he convivido con la población ilurquense, no sólo con los de mi misma especie, sino también con su entorno ambiental que tantos ratos agradables me ha aportado. Recuerdo los primeros días de estar allí, mis compañeros se volcaron conmigo, algunos me introdujeron en su grupo de amigos, aspecto que jamás olvidaremos en mi familia. Otros quisieron enseñarme a ver nuestra profesión de forma más pacífica, menos impulsiva, y con el tiempo lo consiguieron. Pero hubo uno, mi compañero de Educación Física, que pronto me di cuenta de su valor como persona y como agente de la naturaleza. Tenía muchísimas experiencias, ya que de niño había vivido en el campo y se conocía la zona a las mil maravillas. En una de las primeras conversaciones me dijo que un día me llevaría a la Sierra de Madrid, a mi me extrañó el nombre, pero no pasó mucho tiempo cuando dimos el primer paseo por la misma. Pasaron los años, y aquel paseo que me había dejado impresionado se convirtió en un proyecto de investigación de todos los compañeros del colegio. Hacíamos salidas, estudios del entorno, observaciones de animales y plantas..., total, que nos habíamos implicado todos en el objetivo de trasmitir a nuestros alumnos la necesidad de conocer su medio ambiente, para a partir de ahí respetarlo y protegerlo para el bien de la humanidad. Después de cuatro años el proyecto estaba casi finalizado, pero echaba en falta detalles que necesitaban de una última salida de observación de forma muy controlada. Sabía que podía encontrar algo especial. Una mañana me fui a la trabajada Sierra con mi cuaderno de campo y la cámara de fotos, tenía toda la jornada para disfrutar del paisaje e introducirme como un ser más del entorno. Eran los lugares menos transitados y los bosques más vírgenes, compuestos por encinas, robles, helechos, y multitud de líquenes, lo que hacía pensar en la pureza natural que estaba investigando. Fue el día más práctico de todas mi salidas, encontré plantas que parecían esperar que alguien las mimara, vi entramados rocosos donde sólo la minúscula vegetación podría sobrevivir, pero lo más sorprendente aún estaba por llegar. En uno de los umbríos senderos iba observando las plantas trepadoras que buscaban la luz, de pronto en un resquicio solar aparece una estática y gran serpiente. Estaba calentando su corpacho, era una culebra de escalera y no parecía asustarse de mí. Esto fue una apariencia errónea, ya que en el momento que intenté fotografiarla se empezó a desplazar, mirándome con arrogancia, como diciendo que su territorio no debía ser invadido por ese ser extraño y grande que la observaba sin pestañear. Viendo que podía desaparecer entre la espesura, me lancé hacia ella y la capturé apretándola por detrás del cuello. Imagino que pensó que había llegado su fin, pero se equivocó, había tropezado con un individuo que lo único que pretendía era aprender más de ellas, y después de una sesión fotográfica la dejó marchar para que su ciclo vital siguiera su rumbo. De nuevo la naturaleza me había sorprendido con su generosidad.



Primavera de 2007: “Primera Nocturna con mi hijo en la Isla”


El momento de percibir las sensaciones de la noche en una zona marítima ha llegado, mi hijo y yo nos colgamos las mochilas y nos embarcamos en la última aventura de este ciclo. Salimos de nuestro pueblo y pronto llegamos a la costa mediterránea, las piernas aún están frescas, pero ahora el recorrido lo realizamos por arena, por lo que nuestro andar se hace más cansino. Después de unas cuantas paradas de observación y descanso llegamos al refugio, todo está en su sitio, y sobre todo nosotros estamos en el sitio. Está atardeciendo y nos dedicamos a organizar el campamento. Los grillos empiezan a cantar entre el sonido de las olas, la mar está tormenta, un fuerte levante la tiene alborotada, pero la ilusión por pasar la noche allí hace que no nos importe el rugir continuo del Mare Nostrum. La puesta de sol es estremecedora, sobre la cresta de las olas el rojizo astro empieza a desvanecerse, deja paso a una gama de colores fuertes azules, rojos y amarillos, y a continuación llega la oscuridad. Es el momento de encender las velas, el hambre empieza a picar, así que preparamos una suculenta cena en la “terraza” con vistas al oscuro mar. Allí estábamos solos, algunos murmullos desconocidos nos ponen en alerta, no es nada, por el lugar se desplazan a estas horas mamíferos como los zorros, van buscando restos de animales muertos que el mar ha sacado con la tormenta, seguro que al olfatearnos huirán despavoridos, pensando que son los humanos los que han vuelto a apoderarse de un territorio que hacía tiempo no pateaban. Se equivocan, lo único que pretendemos es volver, como en otras ocasiones, a interactuar con la naturaleza de tú a tú, de ser unos más, y de que el niño sepa que respetando a la misma, teniendo seguridad en sí mismo mediante la preparación hacia la vida, y evitando los riesgos innecesarios, esa convivencia prehistórica fortalecerá su espíritu, su físico y su mente, logrando una sabiduría que con los años le hará mantener en su vida la esperada felicidad. …El crujir de la hojarasca, posiblemente por las pisadas de un ratoncillo de campo, nos adormece. Apagamos las velas, la musicalidad del constante ronroneo de las olas ya está en sueños, amanecerá.


El camino andado, como el día, llega a su fin. Seguro que volverá a amanecer.

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