Gerardo y Ángel han traído los utensilios de buceo, así que una vez encalladas las piraguas se lanzan a visualizar el fondo marino. Nosotros, los menos acuáticos, investigamos la variedad de crustáceos que rodean el “peñasco”, detectando con fascinación la limpieza de las aguas que lo envuelven, ahora entendemos lo de espacio protegido. Al cabo de un rato sálen los buceadores y nos animan a conocer el interior del mar. Cuando nos sumergimos nuestra vista se torna en multitud de gama de colores. Estrellas de mar, erizos, pulpos, peces de coloridos si igual, anémonas, actinias, algas pendulantes… Jamás nos podríamos imaginar que tan cerca de nosotros vivían unos seres tan bellos. Cuando emergí, me prometí a mi mismo aprender más de ellos, ya que lo que había sido un mundo desconocido para mí, se convertiría en poco tiempo en una de mis grandes pasiones, la vida marina.
A los pocos días me acerque por tierra y sin pensarlo empecé a disfrutar del espectacular sitio. Limpié la zona, busqué piedras para la construcción del refugio, y en pocos días, era Navidad, empezó la obra de ingeniería. Estuve yendo casi todos las jornadas navideñas, algunas veces acompañado por mi hijo y otras por mi hermano. En pocos meses lo había construido, convirtiéndose en un espacio de relajación e investigación de todo lo que lo envolvía. Pasó el tiempo, y en una de mis visitas desde Granada me llevé una gran desilusión, el refugio estaba derruido, y no había sido el hombre el causante, la naturaleza marina me había dado una soberana lección, los cambios de temporal en la costa eran fortísimos, y uno de ellos había llegado a la construcción, acabando con él. Esto me enchufó más al tema, lo trasladé todo a un antiguo aterrazamiento dedicado en otra época a la agricultura, allí volví a empezar, mejorándolo, por supuesto, y procurando que la solidez fuera extrema. Volvieron a pasar los meses y, ¡ahí está!, ahí está viendo pasar el tiempo...Primavera del 2005: “La Sierra de Madrid” Han sido nueve años en los que he convivido con la población ilurquense, no sólo con los de mi misma especie, sino también con su entorno ambiental que tantos ratos agradables me ha aportado. Recuerdo los primeros días de estar allí, mis compañeros se volcaron conmigo, algunos me introdujeron en su grupo de amigos, aspecto que jamás olvidaremos en mi familia. Otros quisieron enseñarme a ver nuestra profesión de forma más pacífica, menos impulsiva, y con el tiempo lo consiguieron. Pero hubo uno, mi compañero de Educación Física, que pronto me di cuenta de su valor como persona y como agente de la naturaleza. Tenía muchísimas experiencias, ya que de niño había vivido en el campo y se conocía la zona a las mil maravillas. En una de las primeras conversaciones me dijo que un día me llevaría a la Sierra de Madrid, a mi me extrañó el nombre, pero no pasó mucho tiempo cuando dimos el primer paseo por la misma. Pasaron los años, y aquel paseo que me había dejado impresionado se convirtió en un proyecto de investigación de todos los compañeros del colegio. Hacíamos salidas, estudios del entorno, observaciones de animales y plantas..., total, que nos habíamos implicado todos en el objetivo de trasmitir a nuestros alumnos la necesidad de conocer su medio ambiente, para a partir de ahí respetarlo y protegerlo para el bien de la humanidad. Después de cuatro años el proyecto estaba casi finalizado, pero echaba en falta detalles que necesitaban de una última salida de observación de forma muy controlada. Sabía que podía encontrar algo especial. Una mañana me fui a la trabajada Sierra con mi cuaderno de campo y la cámara de fotos, tenía toda la jornada para disfrutar del paisaje e introducirme como un ser más del entorno. Eran los lugares menos transitados y los bosques más vírgenes, compuestos por encinas, robles, helechos, y multitud de líquenes, lo que hacía pensar en la pureza natural que estaba investigando. Fue el día más práctico de todas mi salidas, encontré plantas que parecían esperar que alguien las mimara, vi entramados rocosos donde sólo la minúscula vegetación podría sobrevivir, pero lo más sorprendente aún estaba por llegar.
En uno de los umbríos senderos iba observando las plantas trepadoras que buscaban la luz, de pronto en un resquicio solar aparece una estática y gran serpiente. Estaba calentando su corpacho, era una culebra de escalera y no parecía asustarse de mí. Esto fue una apariencia errónea, ya que en el momento que intenté fotografiarla se empezó a desplazar, mirándome con arrogancia, como diciendo que su territorio no debía ser invadido por ese ser extraño y grande que la observaba sin pestañear. Viendo que podía desaparecer entre la espesura, me lancé hacia ella y la capturé apretándola por detrás del cuello. Imagino que pensó que había llegado su fin, pero se equivocó, había tropezado con un individuo que lo único que pretendía era aprender más de ellas, y después de una sesión fotográfica la dejó marchar para que su ciclo vital siguiera su rumbo. De nuevo la naturaleza me había sorprendido con su generosidad.
Primavera de 2007: “Primera Nocturna con mi hijo en la Isla”
El momento de percibir las sensaciones de la noche en una zona marítima ha llegado, mi hijo y yo nos colgamos las mochilas y nos embarcamos en la última aventura de este ciclo. Salimos de nuestro pueblo y pronto llegamos a la costa mediterránea, las piernas aún están frescas, pero ahora el recorrido lo realizamos por arena, por lo que nuestro andar se hace más cansino. Después de unas cuantas paradas de observación y descanso llegamos al refugio, todo está en su sitio, y sobre todo nosotros estamos en el sitio.
Está atardeciendo y nos dedicamos a organizar el campamento. Los grillos empiezan a cantar entre el sonido de las olas, la mar está tormenta, un fuerte levante la tiene alborotada, pero la ilusión por pasar la noche allí hace que no nos importe el rugir continuo del Mare Nostrum. La puesta de sol es estremecedora, sobre la cresta de las olas el rojizo astro empieza a desvanecerse, deja paso a una gama de colores fuertes azules, rojos y amarillos, y a continuación llega la oscuridad. Es el momento de encender las velas, el hambre empieza a picar, así que preparamos una suculenta cena en la “terraza” con vistas al oscuro mar.
Allí estábamos solos, algunos murmullos desconocidos nos ponen en alerta, no es nada, por el lugar se desplazan a estas horas mamíferos como los zorros, van buscando restos de animales muertos que el mar ha sacado con la tormenta, seguro que al olfatearnos huirán despavoridos, pensando que son los humanos los que han vuelto a apoderarse de un territorio que hacía tiempo no pateaban. Se equivocan, lo único que pretendemos es volver, como en otras ocasiones, a interactuar con la naturaleza de tú a tú, de ser unos más, y de que el niño sepa que respetando a la misma, teniendo seguridad en sí mismo mediante la preparación hacia la vida, y evitando los riesgos innecesarios, esa convivencia prehistórica fortalecerá su espíritu, su físico y su mente, logrando una sabiduría que con los años le hará mantener en su vida la esperada felicidad. …El crujir de la hojarasca, posiblemente por las pisadas de un ratoncillo de campo, nos adormece. Apagamos las velas, la musicalidad del constante ronroneo de las olas ya está en sueños, amanecerá.
El camino andado, como el día, llega a su fin. Seguro que volverá a amanecer.
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