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Salomón V

Primavera del 1993. “Primera Nocturna en Solitario”

Había leído bastante sobre temas de supervivencia en la naturaleza, asesorado siempre por mi amigo Jesús. En estos libros se desarrollaban diferentes contenidos, el fuego, el agua, el refugio..., pero a mí lo que más me obsesionaba era la posibilidad de pasar una noche en un espacio natural salvaje en solitario. Jesús me había comentado en distintas ocasiones que era una experiencia única, que no sólo fortalecía el cuerpo, sino también el espíritu.

El momento y la hora llegó, había decidido realizar una travesía desde Trevélez a Granada cruzando parte de la Sierra. Uno de los maravillosos viernes de aquella época cargué mi mochila, con tienda incluida, y al salir de clase inicié la nueva aventura. Ya hacía calor, y el paso hasta Capileira fue demasiado pesado. Cené en un restaurante de carretera y seguí la marcha. Al llegar al río Soportújar ya estaba oscureciendo, así que subí un poco y monté la tienda.

La primera noche en solitario estaba a punto de comenzar, encendí una pequeña vela, leí y poco y me acosté. El temor que rondaba por mi mente antes de la experiencia era el miedo a que ocurriera algo imprevisto, un animal, una persona desalmada, una tormenta. Sin embargo, la realidad fue otra bien distinta, la lectura me envolvió en otros pensamientos lejanos y por fin me dormí. Me sentí fuerte, seguro de mí mismo y sobre todo, un miembro silvestre más de la amada naturaleza.

Al amanecer me desperté, descubrí el paisaje que el día anterior, por la falta de luz, no había podido disfrutar. Recogí la tienda y de nuevo, con un poco más de músculo mental, inicié la inolvidable aventura. Ésta sería la primera de otras muchas experiencias en solitario, que espero animen a los amantes de este mundo natural a saborearlo en esas oscuras y ascéticas noches, que aún habrán de venir.





Finales de la Primavera de 1993. “Experiencia Frustrada”

Mi novia me conocía, me entendía y me soportaba. Sabía que la sierra y yo éramos uno, y hasta que llegó este momento ella decía que algún día gozaríamos juntos de aquellos paisajes de los que tanto le hablaba en nuestros ratos de tranquilidad.

Las previsiones del tiempo eran excelentes, de madrugada nos cargamos las mochilas e iniciamos el ascenso hacia el Río Culo Perro, en Trevélez. Ella no estaba acostumbrada a estas palizas, pero se concienció y fuimos disfrutando de la ruta de forma pausada. Llegamos a la Campiñuela, prácticamente no había subido nadie por este camino y la tarde era primaveral. Montamos la tienda y nos acercamos a ver el río, estaba radiante, el agua saltaba entre las rocas con estruendo, parecía que quería llegar pronto a su descanso, el Mediterráneo.

Volvimos al campamento y cenamos a la luz de la pequeña Luna, después a descansar. De repente empieza a hacer viento, pronto se convierte en huracanado y el miedo comienza a hacer estragos en nuestras mentes. Patricia está muy nerviosa, no puede pegar un ojo, y yo me conciencio para parecer seguro en esos escalofriantes momentos.

Las horas siguen pasando y el viento, lejos de aminorar su fuerza, nos arremete con un ruido espeluznante. Llevo sujetando la tienda casi desde que empezó el temporal, los vientos de la misma están bien anclados, pero el techo de nuestro maravilloso igloo himalayista nos aprieta contra la cara, es insoportable, no estamos descansando ni un momento.

Son aproximadamente las siete de la mañana, el “huracán” no cesa, y en un arrebato le digo a Patricia que debemos salir de ahí. Ella se va hasta un refugio de piedra en ruinas que está a unos treinta metros, y yo arrastro la tienda, ya desmontada, hasta el mismo lugar. Allí organizamos las mochilas y bajamos, nuestra sorpresa es rotunda, al salir el viento nos quiere llevar al suelo, y en unos cien metros de descenso desaparece por completo. ¿Habría sido igual a las dos o tres de la mañana?. Ahí se quedará el misterio.

A mi mujer, entonces novia, que me supo perdonar.



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