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"El Padre de los Pobres"


El invierno acaba de comenzar, las alamedas peladas aportan un color grisáceo a las riberas de los barrancos. El paseo por sus calles empedradas me transporta  a recuerdos imborrables de mi niñez. Mecinilla es una aldea por la que el tiempo ha pasado muy lentamente, la habitan muy pocas familias, y todas con edades demasiado avanzadas. En una de sus angostas callejuelas observo una pequeña casa con la puerta abierta, dentro de ella surge una señora que con su delantal ajustado se empecina en partir una y otra vez las almendras recogidas a finales de verano. Al saludarla observo que su marcada piel delata una maravillosa sabiduría, con unas breves palabras ella se presta a contarme alguna de sus experiencias de antaño. Arrima las almendras peladas recogiendo su delantal al levantarse y me acompaña a la calle. Una brisa fresca en la umbría la hace decidir buscar el sol dando un pequeño paseo con el botijo a la fuente, y allí nos dirigimos.
Fuente de Mecinilla


La pequeña y tortuosa senda cercana a su casa nos lleva a la “fuente del Lavadero”, allí deja el pipote, las señales centenarias de los cantaros sobre la piedra fontívera hacen fácil el equilibrio del recipiente cerámico. Desde un manantial cercano llega el agua brotando sin descanso por sus tres caños hacia el portentoso pilar, que a su vez desemboca sobre el solitario y soleado lavadero. Nos sentamos y Rudelsinda, que es su nombre, empieza a contarme su maravilloso relato.
La familia por parte de su padre desciende de Vascongadas, el actual País Vasco, de donde su abuelo llegó en busca de trabajo, y que por el hecho de echar raíces en esta sierra su padre lo desheredó. Los padres de Rudelsinda se conocieron en este pueblecito de Mecina Tedel, al casarse se marcharon a vivir al Cortijo de la Rambla, localizado muy cerca de la aldea. Ella es la segunda de los tres hijos que tuvieron. En aquella época de principio de siglo el que poseía un cortijo prácticamente tenía suficiente para sobrevivir durante toda su vida. En ese momento la protagonista de esta historia me explica esa situación con la familia de Antonio, su marido, el cual desciende de un linaje algo distinto a los actuales, su padre era el decimosegundo de sus veinte hermanos. Vivían en el Cortijo de Inotes, cercano a una de las cúspides de la Contraviesa, el Cerrajón de Murtas. Allí labraban el campo, recogían los cereales, cuidaban sus huertas y mantenían sus animales para vivir una vida en la que no les faltó de nada, aunque al no ser propiedad de ellos el cortijo y sus tierras el esfuerzo fue muy superior, ya que trabajaban de “sol a sol” para poder pagar la renta al “señorico”, que era ni más ni menos que la mitad de lo cosechado. Cuando recogían la “laborcilla” el dueño del cortijo estaba presente, colocaban dos cajas, una para ellos y otra para él; ponían un tomate en una y otro a continuación en otra, intentando ser lo más equitativos posible, ya que no sabían qué caja elegiría el “señorico”. De esta forma el dueño se aseguraba que no le engañaban, ya que prácticamente ajustaban la mercancía de forma exhaustivamente perfecta.
Antonio, el marido de Rudelsinda, nos interrumpe en ese momento aclarando que aunque el trabajo era a diario y prácticamente sin descanso, al llegar la noche, cuando él era “mozuelo”, se largaba con sus amigos a tocar la bandurria y cantar serenatas a las mozas de Mecinilla o Cojáyar. También le recuerda a su mujer que sobrevivir en aquel cortijo fue aún más difícil cuando murió joven su abuelo, dejando a su abuela y a sus veinte hijos laboreando con la naturaleza.
Antonio con sus hortalizas

En el Cortijo de la Rambla la protagonista nos cuenta que tenía un entorno distinto al actual, había campos de cereales inmensos, un amplio bosque de encinas en las que retozaban y comían los dos marranos que mataban todos los años. Su familia no era muy amplia, sin embargo recogían veinticinco arrobas de aceite anualmente, me explica que cada arroba son once litros y medio, y era consumido en su totalidad. Aquí es cuando entra en acción la labor de su padre, el cortijo era grandioso, y aunque no necesitaba más que la ayuda de unos cuantos jornaleros de Mecinilla, allí se juntaban a diario varias decenas de personas, ya que el hambre los llevaba allí para ayudar en lo posible en las labores cortijeras. De esta forma conseguían que el padre de Rudelsinda pidiera a sus hijas y esposa que cocinaran para esta cantidad de labriegos que se acercaban por el cortijo. El entorno de esta casona era durante todo el año de gran ajetreo, ya que aquellas personas que se encontraban en situaciones difíciles para vivir el día a día sabían que aquel ere el lugar donde siempre les abrirían las puertas. Los pucheros, las migas, las papas …, fueron algo muy habitual en grandes cantidades, que esta familia supo compartir en aquella época difícil, y que esas personas supieron reconocer cuando a una edad avanzada el padre de Rudelsinda murió, la frase más repetida en esos días fue: “ha muerto el padre de los pobres”.
Mecina Tedel

Antes de despedirnos, el personaje de esta historia me cuenta una de las anécdotas más sobrecogedoras relacionadas con su querido padre. Durante la Guerra Civil éste se encontraba destinado en el campamento republicano de Viator, en esa época dio a luz su mujer a su tercer hijo. Sin pensárselo dos veces inició una huída andando hacia su cortijo para visitar a su prole, tardo varios días en ir y venir, llegando de nuevo al campamento con los pies destrozados y ensangrentados. Cuando los mandos se enteraron lo declararon desertor, metiéndolo en el calabozo, ya que la situación de sus pies lo hacían inservible para cualquier misión. De esta manera él se quedó allí mientras sus compañeros de cuadrilla se fueron a una de las misiones. En esa misión todos murieron, él se libro de esa matanza por una casualidad que le brindo el nacimiento de su hijo y su deserción.

Fuente histórica: Rudelsinda y Antonio García Jiménez. Mecina Tedel.

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