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Capítulo IX


Tercer Día: 20 de julio de 2003

Al despuntar el sol nuestros resortes se dinamizan, la experiencia nos dice que las primeras horas de la mañana son excelentes para navegar, así que desayunamos y organizamos de nuevo las embarcaciones para surcar los mares “a toda vela”.

Nuestra logística es algo especial, somos caminantes marinos con el hándicap de la humedad, esa que nos acompaña durante toda la jornada y que es la primera obsesión una vez que arribamos, haciendo de nuestras paradas terrestres auténticos veleros con las banderas al viento, cuyo objetivo no es otro que el secado de las indumentarias.
Nos desplazamos en cuatro piraguas, una de ellas, “Chrysaetos”, la nuestra, es la más aparatosa. Podríamos decir que es el buque de carga, biplaza, muy estable y con una bañera totalmente abierta que hace de ella un riesgo si llueve o la marejada aprieta. Las otras tres, ahora dos, son de travesía, con una eslora de 4’20 m. y una manga de 75 cm. Son mucho menos estables pero a su vez muy veloces y cubiertas por completo. Llevamos dos banderas españolas como estandarte de nuestra flota, algo normal y necesario, teniendo en cuenta que en algún momento las autoridades marinas tanto desde las patrulleras como desde el aire podrían identificarnos con mayor facilidad.
La velocidad media de crucero es de 6 Km/h., contrarrestando la mayor celeridad de las canoas individuales con el hecho de llevar dos remeros en la biplaza.
Las “bodegas” o mejor dicho los botes estancos, van repletos del material que hemos considerado imprescindible: dos mudas de ropa de remada, una indumentaria seca, zapatillas, gafas de sol, sombrero de paja, alimentos energéticos, crema de protección solar, tienda de campaña, colchones para dormir, sábanas, cámara fotográfica y carretes, planos, brújula, machete, cordino de escalada, utensilios de pesca, bolígrafos y cuaderno de bitácora.
El agua mineral va en los compartimentos de popa de “Chrysaetos”, siendo habitual verla acompañada del zumo de cebada, una de las bebidas isotónicas más completas para evitar la deshidratación.

Nada más girar la cala de pernocta descubrimos el restaurado y monumental Castillo de los Escullos, que sorprende por su situación, ya que no tiene una vista ataláyica al encontrarse muy cerca del nivel del mar. Las calas arenosas siguen cruzando por estribor, la soledad va acompañada del potente agitar de las palas sobre el mar y del grito asustadizo de algún que otro charrán al que hacemos levantar vuelo. Doblamos la Punta de Loma Pelada y pronto enfilamos la población de San José con su coqueto puerto deportivo y su castillo protector. Es el momento de abastecerse, recordando que la villa más cercana se encuentra a unas cuatro horas de ruta, San Miguel de Cabo de Gata, por lo que la decisión es acertada, no arriesgándonos a que los comercios de esta población pudiesen estar cerrados a la hora que se produjera nuestro desembarco.


Pronto doblamos el cabo y surgen las siguientes playas y calas, todas ellas de una belleza sin igual. El mar no se mueve, es Domingo, la humanidad saborea la apacible costa. En Los Genoveses se deslizan varios veleros, nos saludan y seguimos nuestro rumbo. Esta ensenada le debe su nombre a la invasión de los navíos genoveses cuando atacaron a los corsarios almerienses cansados del hostigamiento de éstos en la ruta comercial del mar de Alborán.
El Morrón de los Genoveses nos guía hacia las incontables cuevas y formas geométricas que rompen con el mar.


Los cormoranes moñudos golpean torpemente el agua para escabullirse de nuestras miradas, las gaviotas reidoras y canas despegan de sus playas para sobrevolarnos y observarnos sin ninguna confianza. Nos acercamos a la playa de Mónsul, el agua no nos refresca, está caliente, sus dunas móviles parece que fueran a cabalgar sobre nuestras piraguas. Paramos a observar el entorno, tiene varios entrantes rocosos hacia los que nos dirigimos, alguno de ellos permite la entrada profunda de la embarcación, pero, no nos podemos entretener. Volvemos a recuperar el ritmo de palada para ir descubriendo una y otra ensenada hasta tropezar con el extremo peninsular de la Punta de Cabo de Gata.


El mar ha sido dócil con nosotros, la fama de rebelde del agua luchando con los acantilados del lugar no ha aflorado hasta ahora, y ¡menos mal! De repente, como si cambiáramos de pendiente marina, el agua brota, salpica, cruje a la canoa. Está claro que estamos pasando por la zona más peligrosa para la navegación, avanzamos irrisoriamente. Al introducir la pala sobre el agua pronto queda al descubierto, lo que hace que el esfuerzo sea prácticamente inútil.

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